Apenas los vehículos se detienen en los semáforos de las avenidas de Boa Vista, en el norte de Brasil, un enjambre de jóvenes venezolanos armados con esponjas y jabón en botellas plásticas se abalanza para limpiar los vidrios a cambio de monedas.
Otros ofrecen su mano de obra en las esquinas con carteles de cartón. Mujeres, de forma menos explícita y durante la noche, aguardan por clientes en un barrio en el oeste de la capital del fronterizo estado de Roraima.
Miles de migrantes ocupan plazas y parques. Quienes tienen más recursos se agrupan para alquilar algo. La alcaldía de Boa Vista estima que hay 40.000 venezolanos en esta ciudad de 330.000 habitantes, pero nadie sabe realmente cuántos son.
“La crisis humanitaria está instalada”, dice a la AFP la alcaldesa Teresa Surita, quien afirma que Brasilia demoró en actuar para atender la masiva migración de venezolanos que desde hace tres años llegan por tierra, huyendo de su país por la falta de comida, de medicinas y de trabajo.
“Son muchas reuniones y pocas acciones (…) estamos trabajando siempre en la emergencia por la falta de planificación”, explica.
Aunque el Ejecutivo nacional anunció recientemente medidas para atender la crisis, la presencia gubernamental no se siente en las calles de Boa Vista, donde es difícil andar sin notar la cara de una migración que busca cómo sobrevivir.
Tres refugios se improvisaron en 2017, pero apenas albergan a unas 1.500 personas, un tercio de ellas en condiciones muy precarias.
– Derecho al trabajo –
Según estimaciones oficiales, entre 500 y 1.200 venezolanos cruzan a diario la frontera hacia Brasil, a 215 km de Boa Vista. Muchos se legalizan a través de pedidos de refugio o residencia temporal y siguen hacia la capital del estado buscando empleo, pero pocos encuentran algo.
René Santos, de 42 años, dejó esposa y tres hijos en Ciudad Bolívar, a casi 1.000 km de distancia. Desempleado, sobrevive desde hace meses en una carpa en la plaza Simón Bolívar, en la avenida Venezuela.
“Hay muchos profesionales en esta plaza (…), lo que necesitamos es la ayuda de quien defiende los derechos humanos. Porque es un derecho humano universal que merecemos: derecho a la vida, derecho al trabajo”, dice conteniendo las lágrimas este exobrero de la Siderúrgica del Orinoco, corazón del polo industrial venezolano en Ciudad Guayana, que llegó a simbolizar el progreso nacional y ahora agoniza.
En la plaza, centenas de migrantes pernoctan en carpas y cartones desde hace meses. La sensación de abandono reina en esta redoma que exhibe en varios idiomas la leyenda “Bienvenidos a Boa Vista”.
Los venezolanos utilizan los baños de una estación de servicio y del aledaño terminal de pasajeros y, en su mayoría, se alimentan gracias a la caridad de personas como Leila Bezerra, que dos veces por mes recibe donaciones para preparar unas mil porciones de comida.
“Tenemos que ayudar, ellos no están aquí porque quieren, están aquí porque tienen hambre”, dice mientras revuelve una enorme olla con más de 30 kilos de frijoles y salchichas.
– Como un delincuente –
A pesar de estas iniciativas individuales, hay un incremento de xenofobia, expresada en discriminación y en falta de voluntad política, según France Rodrigues, profesora de la Universidad Federal de Roraima.
“Es necesaria la acción de los gobernantes, pero lo que vemos es políticos que quieren cerrar la frontera o limpiar la ciudad, porque no quieren a los venezolanos aquí”, afirma Rodrigues, contradiciendo las palabras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Filippo Grandi, que unas semanas atrás calificó al gobierno de Brasil de “campeón de la causa de los refugiados”.
Víctor Lira, de 27 años, recorrió casi 1.500 km desde Caracas. Llegó hace tres meses y no ha conseguido empleo. Vive en un remedo de carpa hecha con bolsas de plástico negras en la Simón Bolívar.
“Conseguí dos reales (USD 0,6) y fui al mercado a comprar bananas, creyeron que quería robar. ¿Sabes lo duro que es que te traten como un delincuente cuando lo que quieres es comprar comida?”, dice llorando.
Algunos venezolanos ya establecidos en Boa Vista también discriminan y están a favor de cerrar la frontera o tuercen la cara cuando se les pregunta por sus compatriotas.
“Deberían ser más rigurosos y no dejar entrar a todo el mundo”, sostiene Eduardo Pérez, venezolano que trabaja en un restaurante y llegó hace cinco años.
Brasil promete interiorizar la migración venezolana, pero poco se sabe del proyecto. Para llenar las primeras 530 vacantes en otros dos estados, apenas veinte venezolanos podrían viajar de inmediato debido a requisitos sanitarios, entre otros, explica la alcaldesa Surita.
“Lo que estamos haciendo no resuelve la situación”, reconoce.
“La realidad avanza mientras discutimos”, dice la socióloga Rodrigues. “Brasil, con su dimensión continental, puede y tiene cómo aprovechar esta migración, pero lamentablemente eso no es lo que está ocurriendo”.
por Paula RAMON/AFP