El sistema democrático y la desobediencia civil, por @MichVielleville

El sistema democrático y la desobediencia civil, por @MichVielleville

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En una sociedad donde el orden y la estabilidad encuentran un lugar prominente, cualquier manifestación de beneplácito en actos que supongan un desafío abierto a la autoridad deberá ser considerado un elemento proscrito, y merecedor de castigo, a fin de que en la sociedad ese comportamiento no se propague y pueda colocar en riesgo el equilibrio fundamental.

Sin embargo, resulta conveniente recordar que también los postulados en los cuales descansa la forma de gobierno democrática plantean al ciudadano la posibilidad de defender el ordenamiento jurídico que le asegure mayor estabilidad y bienestar; una opción que autoriza, incluso, a contrariar los dictámenes de las figuras que concentren la autoridad, siempre que sus decisiones impliquen una clara violación a los principios cardinales del Estado de Derecho.

En este marco, la democracia abraza en su idea la concesión al ciudadano de ciertas prerrogativas a fin de que este finalmente pueda construir el camino hacia su libertad; un planteamiento que abre las puertas en la actividad del ejercicio del gobierno a la capacidad de hacer manifiesta la disidencia; esto implica la habilidad para construir y definir el criterio sobre todo aquello que forme parte de la percepción espontánea y que genere afinidad; pero también que permita expresar desacuerdos y ofrecer resistencia frente a aquello con lo cual uno no se sienta cómodo, y sea objeto de repulsión, por contrariar los principios de convivencia elementales.

En razón de lo anterior, entonces, se puede argumentar que la desobediencia civil en el sistema democrático establece la facultad ciudadana de mantener bajo cualquier pronóstico la fidelidad a los principios de la ley, antes que a las personas. Representa una pieza esencial de la cultura política democrática que permite garantizar la integridad de los principios legales, y a partir de la cual se logra construir la opinión pública en su forma emancipadora, esto es como aquella actividad en donde la participación ciudadana puede conglomerar una expresión generalizada que expresa su desacuerdo, frente a lo que los intereses de la clase política en el régimen puedan sostener.

En una sociedad como la venezolana el carácter institucional de las relaciones políticas conforme al modelo democrático cada vez resulta ser más cuestionado. La línea infructuosa del Gobierno que tiene la pretensión de restringir los derechos políticos, sociales, y económicos fundamentales, sólo merece una respuesta contundente de la ciudadanía que pueda influenciar la opinión pública y traducirse en cambios tangibles. En este sentido, se plantea como elemento determinante el poder de la conciencia de cada ciudadano como factor con un potencial verdaderamente transformador.

El régimen se alimenta de un modelo de dependencia que se ha encargado de propagar, con base en la pérdida de la conciencia ciudadana, y del deterioro a conveniencia de la situación económica, para generar un clima de apatía y de condescendencia hacia la dominación. El objetivo durante todos estos años ha tratado de ser silenciar el poder de un instrumento cívico que recoge la esencia de la libertad y desde donde históricamente fue (y sigue siendo) posible descubrir y fortalecer los fundamentos de la legitimidad de las instituciones.

Ciertamente las condiciones en el entorno del sistema político venezolano muestran una cantidad de corrientes de opinión que se pudieran congregar en dos importantes bloques. De un lado, se ubican aquellos que se resignan a los resultados y a los contratiempos, los cuales se avocan a aceptar que no existe alternativa institucional que logre equilibrar las interacciones en la medición de intercambios de fuerza entre los diversos actores enfrentados en la comunidad política. Mientras que, en el segundo bloque, todavía se aglomeran aquellos actores con muchas expectativas y ganas de seguir luchando por recuperar la fortaleza institucional y el equilibrio de poderes en el país. Precisamente, en estos últimos recae la responsabilidad en incorporar ese principio constitucional, que evoca el derecho que los ciudadanos tienen de desconocer a su Gobierno cuando este no se encuentre bajo los límites de lo que el ordenamiento legal que rige su comportamiento estipula.

Ese derecho reivindica la facultad para poder expresar el descontento enmarcándolo en parámetros donde la convivencia y la gobernabilidad no resulten comprometidas. Pero también se plantea como un conjunto de acciones de contundencia que tienen como propósito generar inconformidad en la clase política en ejercicio de funciones gubernamentales, siempre que esta no responsa a las exigencias sociales cardinales que coloquen en peligro la propia existencia. A partir de estos lineamientos es que, entonces, se transforma en un elemento determinante la definición de una estrategia por parte de la dirigencia. Porque la acción cívica sin un plan estratégico es ciega, hace de esta práctica una actividad completamente inoperativa; pero, también, contar con un plan de acción definido sin estar dispuesto a traducir ese conocimiento en resultados tangibles, es condenar finalmente nuestro destino al camino de la esterilidad.

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