¿En serio? ¿Alguien puede creer que la tragedia que sufren los venezolanos es solamente un problema económico? Es decir, ¿aquí somos víctimas de algo meramente técnico, un mal resultado de una ecuación, un algoritmo mal resuelto, un sencillo error de cálculo que si se descubre y enmienda comienza a fluir la felicidad y la prosperidad como nunca? ¿Alguien puede ser tan necio como para creer que esto que vivimos es una especie de salpullido social que, crema mediante, puede ser resuelto con facilidad?
Entramos de lleno a una campaña cuyo único objetivo es lavarle la cara al régimen. No solo en su obvia ilegitimidad, peor aún, es una campaña para transformar lo que es una infamia sistemática en un simple error de aproximación. No solo busca darle validez a una dictadura atroz, también intenta proponer una discusión donde queden borrados cualquier abuso político para reducirlo simplemente a los efectos contraintuitivos de decisiones tomadas con buena fe. Pero no es así, y no podemos caer en el juego. El que así lo pretenda no solo confiesa ser el taparrabos de una tiranía, también es el que tiene como objetivo limpiar el rabo de toda esta infamia. Triste papel, aunque posiblemente muy lucrativo.
La verdad es otra. La política, cuando es buena, decanta en economías prósperas. Y cuando es mala, provoca corrupción, pobreza, hambre, enfermedad, represión y muerte. Esa es precisamente la característica más conspicua de los socialismos: Que, violando los derechos de propiedad para apropiarse de los activos productivos privados, pretende planificar un paraíso que termina siendo un infierno. Y que va construyendo una comunidad totalitaria con cada decisión, con cada intervención indebida, con cada apropiación de lo ajeno, con cada regulación, con cada una de las puestas en escena de la siempre fraudulenta justicia social. Cada movimiento es un avance de la represión. Cada intento es un paso en falso hacia el abismo. La verdad es que esto que estamos sufriendo es una confabulación política cuyo objetivo es la confiscación de la libertad para quedarse a perpetuidad con el poder, saquear los recursos del país, e incentivar una migración masiva para mantener al resto en condiciones similares a las de un campo de concentración.
¿Qué decisión económica fundamenta el acumulado de más de 300 mil muertos por violencia? ¿Cuál guarismo macroeconómico expresa la decisión de dejar las cárceles en manos de los delincuentes? ¿A qué modelo microeconómico se debe la balcanización del país, cuya soberanía se la disputan narcomafias, grupos guerrilleros y campamentos terroristas? ¿Cómo entender al margen de la política el oprobio del racionamiento, el sometimiento por una bolsa de comida, la genuflexión de las fuerzas armadas, el discurso adulador de la izquierda exquisita, la falsa vocería de los quiméricos encuestadores, el colapso de las empresas públicas, la debacle de los servicios, la impunidad de la corrupción, el manejo de la represión, y la lista creciente de los presos políticos? ¿Qué cálculo se le puede aplicar a “las estrechas” relaciones con Cuba, y los privilegios con Siria, Corea del Norte, China y Rusia? ¿Cómo comprender el comunismo del siglo XXI, los proyectos históricos del plan de la patria, el descubrimiento de dineros públicos escondidos en paraísos fiscales?
¿Cómo explicar la feroz persecución contra las instituciones y poderes públicos de la república? ¿Cuál cálculo permite cortar por lo sano la parte gangrenada de esta realidad, para dejar indemne lo salvable? Hay mucho de perverso en este intento de reduccionismo que quiere dejar por fuera la culpa y la responsabilidad de los que han tramado que los ciudadanos sufran en carne propia la ignominia del hambre, el miedo y la constante condición de injusticia. Los que proponen tanta levedad son igualmente cómplices de cada lágrima, cada pérdida, cada dolor, cada una de las angustias, todas las separaciones, las inmensas y desoladoras soledades, el caos, la indefensión, y las terribles decisiones de vida o muerte que están asumiendo millones de venezolanos.
Algunos pretenden jugar a la falacia del punto medio. Son los que critican los extremos. Los “pisapasito” que apuestan a la moderación, aunque esté fundamentada en la equivocación, y por lo tanto conduzca a las mismas calles ciegas que ahora nos perturban. Su plan es el cambio cosmético, tratar de montarse sobre el mismo gobierno sin impugnar la ideología. Apuestan a que es posible regir un gobierno con empresas públicas y fuertes regulaciones privadas. Son los que dicen que pueden dolarizar los salarios sin sanear las finanzas del gobierno. Sostienen que pueden seguir endeudándonos para financiar la sinvergüenzura estatista, los excesos de la burocracia, las tiranías de los controles, y por supuesto, unas fuerzas armadas voraces, monopolistas en sus privilegios, empantanadas en malos manejos y desvirtuadas en sus funciones. Los “moderados” también creen que es posible lidiar con esa espuria asamblea constituyente, y que la nueva constitución debe ser más centralista, más socialista y más expoliadora. Ellos, por cierto, no quieren explicar ni comprometerse a develar lo que está detrás, esa monumental conspiración que entregó el país a las fauces del castro-comunismo, tal vez porque a ellos mismos les atrae inmensamente esa nostalgia de “buenos revolucionarios” que tanto daño y tanta afrenta ha traído a nuestro continente. A ellos les gusta el repartir bolsas de comida, les parece excelente práctica el populismo irresponsable, les encanta las puestas en escena, y hacen gala de disfrazarse de pueblo para luego investirse de caudillos. Ellos son parte de la rueda sin fin que nos vuelve a todos engranajes de una fatal tragedia.
Una responsabilidad innegable de los políticos virtuosos es comprender la realidad y significarla cabalmente. Hannah Arendt recomendaba comenzar con una apuesta responsable orientada a delinear lo que no se puede conocer totalmente. Es criminal, por tanto, desconocer o suavizar la trama que se interrelaciona hasta mostrarnos la entrada hacia la oscura caverna que presentimos como totalitarismo. Un político responsable y digno denuncia esta forma amorfa de barbarie sin ahorrarnos ninguna de sus aristas. “La terrible originalidad del totalitarismo -decía Arendt- no se debe a que alguna idea nueva haya entrado en el mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras tradiciones; han pulverizado literalmente nuestras categorías de análisis político, y nuestros criterios de juicio moral”. Por eso es criminal y éticamente imperdonable que los políticos y sus analistas a sueldo hayan aplacado una y otra vez la siniestra característica de lo que estamos padeciendo. No es una “semidemocracia”, tampoco una dictadura tradicional. Es algo mucho peor en términos de la amalgama lograda y del origen de cada uno de sus integrantes. Es esa insaciable sed de poder, voluntad de dominio, terror administrado y estructura de estado monolítico que esta dispuesto a llevarse por delante cualquier expectativa de liberación. No es fácil de comprender, aunque todos nosotros lo sufrimos como una desmesura que nos aplasta.
No hay totalitarismo que no haya fagocitado la displicencia de los dispuestos a colaborar con ella. En eso también consiste la profunda corrosión moral. En que algunos desempeñan un papel que puede ser el de candidato telonero, o como es común en Cuba, aquellos que, doblegados en su integridad, están dispuestos a hacer “autocríticas” para salvar el pellejo en la misma medida en que injurian y hunden la reputación de otros más incómodos. Cualquier cosa es posible en la mal vivencia totalitaria. Pero lo peor es convivir con el descaro. El que alguien se plante frente a una cámara para negar la muerte, el sufrimiento, el miedo, la tragedia de la persecución, la huida, la quiebra de las familias, la miseria aprovechada, en fin, negar nuestra realidad para intentar reducirla a un mal manejo económico es, por decir lo menos, la esencia de la banalización del mal. Al final, apreciar esto que estamos sobrellevando no es tan difícil como parece. Es como el desafío de “el huevo de Colon”, que aparentó tener mucha dificultad, pero resultó ser fácil al conocer su artificio. La suerte que tenemos es que lo totalitario es ya un cuento viejo, un conjunto de clichés, una mala práctica y un mismo y pavoroso resultado. El que algunos se confundan, o intenten confundirnos, también ha ocurrido antes. Por eso, mientras esos se extravían en la vorágine de este feroz socialismo, nosotros debemos insistir en aclarar y en bien significar. En eso consiste la política. Pedir a Dios, como hizo Salomón, un corazón comprensivo para ser buenos líderes, y discernir claramente entre lo que es bueno y lo que es malo, lo justo de lo injusto, la verdad de la mentira y la integridad de lo malogrado. Porque solamente aferrados a un proceso constante de comprensión al final podremos salvarnos.
@vjmc