Jorge Luis Borges amaba las etimologías, tanto que, en un verso de su poema “Los Justos”, enumera entre las actividades encomiables de un ser humano: “El que descubre con placer una etimología”.
Esta semana me vino -no sé por qué- la palabra “demente” a la cabeza, aunque haya en esto cierta redundancia. Según el diccionario etimológico, viene del latín “dementis” y significa “el que se sale de su mente”. Sus componentes léxicos son: el prefijo “de”- (dirección de arriba a abajo, alejamiento, privación) y “mens, mentis” (mente). Ahora bien, en la etimología de la palabra, tanto como en la expresión sinónima de “perder la razón”, se alude a una persona que sale de la normalidad de su raciocinio o que pierde una lucidez que alguna vez tuvo. En ambos casos, hay una ruptura de una linealidad. Sin embargo, la palabra en cuestión, que denota lo que en lenguaje popular llamamos locura, no logra explicar aquellos casos en los cuales nunca existió lucidez. Me explico: una persona que nace demente y crece así y actúa así durante toda su vida, ¿cómo podemos decir que perdió algo de lo que nunca estuvo en posesión?
Conforme a lo expresado -salvo que la persona ingiera excrecencias, como suele decirse popularmente con otras palabras- no hay forma de determinar su locura, lo que nos lleva a pensar que el mundo cuenta con muchos más locos que los que así han sido oficialmente declarados, tanto por las autoridades de la mente, como por otras autoridades, como directores jefes de cualquier casa de cualquier color. Siendo así, la demencia es mucho más peligrosa de lo que parece a simple vista, puesto que pasando desapercibida para las grandes mayorías, cualquier ente de peligrosidad podría encumbrarse. ¿No sé si me explico?
Una de las definiciones de locura es esta: “acción imprudente, insensata o poco razonable que realiza una persona de forma irreflexiva o temeraria”; otra: “privación del juicio o del uso de la razón”. No sé qué piensan ustedes, al autor de estas líneas le parece que todo encaja a la perfección.
De la locura se ha escrito tanto a lo largo de los siglos, que no resulta fácil resumir. Una forma de ver el asunto en tiempos remotos fue como una obra del mal, del mismísimo demonio y la verdad es que algunas veces lo parece. Baste señalar, para nuestros fines, varios de los síntomas que se suelen atribuir a la locura:
-Pérdida de control en la que los sentimientos se muestran desinhibidamente (bailar y danzar a destiempo, por ejemplo, como cuando es momento de llorar).
-Las consecuencias de los propios actos no se tienen en cuenta (puedes transformar mil en uno y uno en en 637 mil).
-Los actos pueden ser objetivamente inútiles y absurdos (aumentar insensatamente los estipendios de los asalariados en tiempos de hipertrofia de los precios, sin que nunca se logre alcanzarlos).
-Se ve perturbada la apreciación de la realidad (pensar que todos te quieren cuando ya nadie puede aguantarte ni un minuto más y entonces amenazar para que finjan amor a quienes te detestan).
No sé cómo lo aprecia el lúcido lector, pero en verdad parece que todo encaja. Podríamos seguir abundando sobre el tema ad infinitum, sin embargo, para nuestros efectos consideramos suficientemente demostrado el punto y pensamos que la conclusión de la susodicha autoridad es bastante razonable: de perinolita.