El análisis de un régimen político, intentado en función de determinar hasta dónde éste puede considerarse realmente democrático, está obligado a pasearse por la consideración de los aspectos axiológicos asociados. En la democracia el respeto a la forma es fundamental y en sí mismo opera como indicador clave para medir el apego de los gobernantes a los cánones democráticos. Pero, constatar el acatamiento de la forma, en caso de que se produjera, es insuficiente a la hora de pretender cualquier evaluación sobre el sistema político en cuestión. Las normas de conducta asumidas en su ejercicio cotidiano por quienes están a la cabeza del Estado y/o del gobierno, definen mejor que nada si en verdad son demócratas convencidos y practicantes. Es decir, si la democracia realmente impera y no es mero acto farisaico vocear que prevalece.
En otras palabras, el talante democrático de los gobernantes debe escudriñarse con base en las connotaciones sociológicas derivadas de las acciones que desarrollan al estar al frente del manejo de la cosa pública. Así las cosas, si el desempeño de estos opera como mecanismo que resquebraja, desmonta, pisotea o hace imposible la convivencia política entre los habitantes de un país, al apartarla del modelo ideal mediante el cual o se construye la mayor armonía posible o se mantiene la conflictividad en el menor grado de posible, la definición de democracia no calza por ningún lado. Por consiguiente, no hay democracia alguna en aquella sociedad donde quienes la gobiernan ni creen ni son demócratas en alma, pensamiento y acción. Los gobiernos que practican la crueldad como principio de comportamiento son despóticos y arbitrarios. Póngale usted el adjetivo que quiere: jamás serán democráticos. Si algo merece un gobierno con tales características es ser denunciado y repudiado sin reservas por todo convencido de que el respeto a la dignidad humana pasa por la defensa del ejercicio de la libertad como condición inherente de la modernidad política. Quien calla en este sentido se hace cómplice de la maldad. Deliberada o no, su conducta es vergonzosa.
Encarcelar el disenso es malévolo e inmoral. Negociar a partir de ese encarcelamiento es doblemente malévolo e inmoral. Se engañan a sí mismos aquellos que sacan cuentas y juran que adelantar este tipo de negociación les genera rédito político. En todo caso, el beneficio obtenido nunca va más allá de la momentánea circunstancia mediante la cual se utiliza el poder con la intención de satisfacer apetitos insanos, dar rienda suelta a la megalomanía inocultable o hacer valer ideologías sedientas de destrucción. Al reconstruirse la memoria histórica de lo ocurrido, el desdoro de la responsabilidad implícita saldrá a flote y lo que se pretendió fuera el silencio de todos se convertirá en el grito de muchos. Nada ni nadie podrá callar las voces que demandarán reivindicación. Las víctimas contarán su historia y la justicia sabrá qué hacer con esos testimonios.
En democracia no puede haber presos políticos. Sólo los autoritarismos persiguen y apresan las ideas. Sépase.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3