Erase una vez un rey que quería salir a caminar al campo. Llamó al hombre encargado del tiempo en la corte y le preguntó cuál era la previsión de lluvia para las próximas horas. El hombre del tiempo le aseguró que no había posibilidad de que lloviera en los próximos días. Ante estos pronósticos el rey decidió irse con la reina de pesca.
En el camino se encontró con un agricultor que venía montado en su burro. El campesino le dijo al rey: ¡Su Majestad! Debería regresar al palacio porque se espera una gran tormenta en esta zona. El rey le respondió en forma educada: el pronosticador del reino me garantizó todo lo contrario. Gracias por su información, cuando pueda pase por la oficina de catastro rural para que se anote en una de las misiones agrícolas.
Al poco tiempo se desató un torrencial aguacero. El rey y la reina quedaron empapados. Furioso, el rey volvió al Palacio y dio orden de ejecutar al hombre del tiempo. Luego mandó a llamar al agricultor y le ofreció el cargo. El granjero le dijo: Majestad, yo no sé como adivinar el tiempo esa información me la da mi burro. Yo solo lo observo y si veo que tiene las orejas caídas, eso significa que con certeza caerá un palo de agua. El rey contrató al burro de manera inmediata como predictor del tiempo. Así comenzó la antigua y ya clásica costumbre de contratar burros para formar los gobiernos y las posiciones más altas e influyentes.
Immanuel Kant en su obra: La paz perpetua, dice que no es deseable ser rey porque el poder atrofia la razón y proclama el principio de publicación o transparencia: “Las acciones del Estado que no puedan ser publicadas son injustas”. La mayor parte de las personas abusan del poder, a cuya sombra se cometen los mayores crímenes. Los abusos no solo son injustos: dañan al que los comete. “Yo no quisiera, le dijo Platón a Calicles, padecer la injusticia ni cometerla. Pero, si tuviera que escoger ¡preferiría padecerla!
El poder tiende a corromper el sentido de la realidad y la corrupción degrada a las personas que abusan de lo que representan, por el abuso mismo, no por los beneficios que reciben. El poder empuja al crimen, la locura, la corrupción, porque se presta a la confusión de identidades. Lo que Max Weber llamó patrimonialismo, “la indistinción entre el erario público y el bolsillo de los hombres de Estado”. Antes de ser rapiña, irresponsabilidad, injusticia, la corrupción es una impostura: intencionada o no, útil o no a los intereses de la persona que abusa del poder.
“El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Las grandes figuras son casi siempre malas personas, incluso las que no tienen autoridad sino influencia, especialmente si considera usted la tendencia corruptora del poder y su efecto de hecho. Suponer que el poder santifica es la máxima herejía”, escribe Lord Acton a su amigo Mandell Creighton. A principios del siglo VI antes de Cristo, Solón estableció el derecho de cualquier ciudadano a exigir una auditoría política y pecuniaria de las autoridades: “algo muy útil para ayudar a los conciudadanos en el poder a conservar el sentido de la realidad”.
En el siglo XVIII, Montesquieu y Kant propusieron otros dos principios útiles: la división de poderes y la transparencia del Estado, que fueron reforzados con la crítica de Voltaire, la Enciclopedia, la literatura panfletaria y la prensa. Todos estos principios manifiestan lo mismo con un mensaje claro y contundente a los reyes y jefes de Estado: “No te aloques, no eres Dios. Te respetamos como persona y respetamos tu investidura, pero te vamos a ayudar a que no te creas lo que no eres”.
*Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
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