Medio siglo atrás, un 5 de junio, Robert Francis Kennedy recibió el mortal impacto de un proyectil que conmovió a la opinión pública venezolana, quizá un poco más que el fatal desenlace de John Fitzgerald. Otro balazo ya se había llevado por el medio a Martin Luther King, el inmenso apóstol de los derechos civiles.
Hacia 1965, Bobby Kennedy visitó Caracas, cumpliendo con una agenda que, originalmente de tres días, se redujo a uno y medio. Todavía no tocaba Maiquetía, cuando esa fenomenal izquierda de nuestros tormentos, derrotada pero pertinaz, alborotaba los liceos y las universidades para protestarlo, con el empleo de una violencia a la que no llega ni llegará el sector actual de la oposición, recurrentemente tildado de radical por muy pacífico que sea.
Ni de vaina, el líder estadounidense podía pisar la UCV, pero no hizo mella alguna porque – raro en un visitador tan famoso – no sólo se reunió con la prensa y la dirigencia estudiantil, sindical y partidista, estrechando la mano del presidente Leoni, sino que, antes de irse, se apersonó en una barriada popular de la ciudad capital: Lídice. Fue una visita impactante y mostró la otra cara de una época tan convulsionada, siendo paciente – incluso – al responder las preguntas más adversas.
Distintas biografías, añadidos los documentos desclasificados, revelan cuán importante fue el después senador Kennedy para que su presidencial hermano pudiese sortear la peor crisis vivida por entonces: la de los cohetes instalados subrepticiamente en la Cuba que no dudaría en emplearlos. Por muy demócrata liberal que fuese, quizá no hubiese solventado tan agudos problemas, como el de la guerra de Vietnam y el racismo que reflota con todo y que Obama durmió por dos períodos en la Casa Blanca, pero hubiese tenido mejor desempeño que el marido de la Monroe o de la Mansfield que, por cierto, también anduvo por estos lares, cuando a Venezuela la visitaban grandes y pequeñas figuras que ahora no la atreven.
Probablemente, Bobby no hubiese amanecido en Pekín, como lo hizo Nixon con el favor de Kissinger, pero hubiese contado América Latina con un interlocutor que la conocía. ¿Qué de cosas, no? Martin Luther y Robert Francis, apenas recordados en este lado del mundo, mientras el protestatario Bob Dylan goza de un Nobel que, jugoso, obliga a sus empresas a cerrar los videos que pueda en las redes sociales para asegurar la rentabilidad de un nombre.