Para acabar con una sociedad no es necesario bombardearla o exterminarla, basta con anular el concepto que la creó hace doce mil años, el trabajo. Fue justamente el invento de la agricultura lo que hizo que el ser humano dejara la etapa nómada de caza y recolección para asentarse en torno a la organización del trabajo dentro de una sociedad. Desde entonces no se conoce ningún caso de civilización que no se funde en el esfuerzo individual y colectivo de sus ciudadanos, sin importar el sistema político imperante. Ni siquiera Marx se atrevió a negar el valor del trabajo, al contrario, lo consideró tan importante que vaticinó el triunfo histórico de la mano de obra sobre el capital.
Pero la mezcla letal de militarismo y comunismo en un país petrolero como Venezuela ha dado como resultado el modelo más perverso posible, uno que desconoce el concepto del trabajo y por ende acaba con la sociedad. Esta es una historia que merece ser contada para advertencia de muchos. Todo comenzó con expropiaciones decretadas en vivo y directo por televisión en medio de aplausos. El Derecho a la propiedad es lo primero que debe ser vulnerado si se quiere oprimir a una población y para eso nada mejor que la etiqueta del bien común para justificar todo tipo de atropellos a los derechos individuales de la gente. Pero la política de ahuyentar el capital y desestimular la inversión privada vino acompañada de la política de los subsidios derivada de la renta petrolera. Cuando Hugo Chávez se reelige en el año 2006, en Venezuela la gente no solo compraba comida a precios irreales, sino también adquiría carros, viajaba al exterior y hasta le asignaban casas de forma gratuita. El control de cambio permitía crear una paridad ficticia del bolivar con el dólar, aprovechando la abundancia de divisas en la época de vacas gordas de la industria petrolera. Ya nada dependía del esfuerzo individual.
Después vinieron los nuevos días festivos para celebrar los logros de la revolución en los que trabajar se consideraba un delito que la Guardia Nacional estaba dispuesto a perseguir. Y cuando colapsó el servicio de electricidad, la solución oficial fue decretar días libres para ahorrar energía. También llegaron los controles de precios y la cruzada contra la “plusvalía” o la ganancia. Solo el petróleo podía tener un precio de mercado porque era el negocio del Gobierno, claro está. De repente, los empresarios y comerciantes pasaron a ser delincuentes y los cierres forzados de negocios se convirtieron en una práctica que venía siempre acompañada de la repartición casi gratuita de los productos incautados al especulador. Habían criminalizado el trabajo mientras que las masas enardecidas todavía gritaban: “Así es que se gobierna”.
Pero llegó lo inevitable, la caída de los precios del petróleo y de su producción, aunado a la corrupción y el despilfarro, impidieron que los petrodólares generados en el mercado capitalista internacional siguieran financiando el socialismo bolivariano en manos ya del sucesor de Chávez que heredó una bomba de tiempo activada. El mal ya estaba hecho, para ese entonces ya casi nadie vivía de su trabajo y la distorsión económica permitía que una persona ganara más dinero haciendo fila todo un día para comprar un producto subsidiado para luego revenderlo en el mercado libre, que trabajando formalmente. En vez de repartir casas y carros como en la época dorada se repartía pollo, crema dental y papel higiénico, por ejemplo. La gente hacía filas sin saber lo que le iban a vender después de doce horas, pero cualquier cosa que agarrara a esos precios irreales significaba una ganancia inmediata. El trabajo había perdido razón de ser, no había incentivo para ningún esfuerzo individual más allá de cazar la renta petrolera en forma de subsidio que iba mermando poco a poco. Hasta que no hubo nada más que repartir, más allá de una cesta de comida que podía llegar o no a través de los dirigentes del partido de gobierno. Así cae un país en su peor crisis humanitaria jamás conocida.
No es casualidad que actualmente en Venezuela el salario promedio sea equivalente a un dólar mensual y que la revolución inspirada en Marx haya sustituido el salario formal con beneficios de ley por un ingreso compuesto en un setenta por ciento por lo que antes era un complemento llamado ticket alimentación para satisfacer tan solo una comida diaria durante la jornada laboral. Hoy ir a trabajar es antieconomico, no hay ya ni efectivo ni trasporte público, y la remuneración no alcanza para cubrir el costo del traslado, solo que ya no hay subsidios que faciliten aquel rebusque que entretenía a la clase trabajadora mientras le expropiaban a ellos también sus únicos bienes, el salario, el ahorro, y algo mucho más importante, su independencia. Un auténtico paleolítico político que comenzó hace veinte años con la famosa frase de Chávez justificando robar en caso de pobreza y terminó con un sistema para repartir miseria a cambio de lealtad política, en medio de una hiperinflación que apenas comienza. El fin de una sociedad moderna y democrática tan solo a partir de la destrucción del concepto del trabajo. Le puede pasar a cualquiera.
JOSÉ IGNACIO GUÉDEZ YÉPEZ
Secretario General del partido La Causa R y ex secretario del Parlamento de Venezuela.