Fue en diciembre de 2010 en Sidi Bouzid, una pequeña ciudad del interior tunecino. Mohamed Bouazizi estaba en fila para obtener el permiso de circulación de su carro de venta ambulante. El joven tenía estudios secundarios completos, pero en una zona rural deprimida no encontraba empleo formal. El permiso le fue denegado, se dijo que por negarse a pagar la coima de rigor.
Además fue humillado por una empleada municipal que intentó confiscarle el carro. Se roció con gasolina y se prendió fuego allí mismo, muriendo 18 días después. Su inmolación y el posterior funeral fueron grabados por teléfonos celulares y divulgados en las redes sociales por todo el Medio Oriente. Su inhumación fue un evento masivo en Facebook.
Fue el precipitante de la Primavera Árabe, una oleada de rebeliones contra las perpetuas autocracias de la región. Con excepción de Túnez, sin embargo, aquella “cuarta ola democratizadora” se truncó en el camino, dando lugar a dictaduras aún más feroces que las precedentes; Siria ilustra el punto. En Egipto, el país más poblado, la caída de Mubarak llevó a la Hermandad Musulmana al poder por la vía del voto, siendo su fundamentalismo despótico sustituido por la dictadura secular de Al-Sisi. Abarrotada de jóvenes, la Plaza Tahrir fue el teatro de las sucesivas revueltas y el estado de asamblea permanente, así como de la masacre final.
Aísle el lector los siguientes factores: un joven, con mejor educación y peores condiciones de empleo que sus mayores, es víctima de la corrupción y se suicida a la vista de una sociedad con tecnologías que facilitan la acción colectiva. La empatía saca a esa sociedad a la calle, una población en su mayoría joven. Sin canales aptos para la participación democrática, esta se embarca en un proyecto mesiánico que concluye en tragedia.
¿Suena conocido? Los indignados en España, los anti-austeridad en Grecia, los ocupantes de Wall Street, los saqueadores de tiendas en Londres y las revueltas anti-corrupción de las clases medias en América Latina son movimientos sociales muy diferentes pero que todos exhiben un rasgo común: jóvenes para quienes el sistema educativo ha funcionado mejor que el mercado laboral.
Han sido movimientos esporádicos que bien podrían reconstituirse bajo otra forma. En las economías avanzadas y en desarrollo por igual el desempleo debajo de los 30 años es invariablemente más alto que el promedio de sus respectivas sociedades. El desempleo y subempleo prevalecientes deja a ese actor joven, informado y formado, con vastas expectativas y demandas insatisfechas.
El cual además tiene acceso a nuevas tecnologías. Las transformaciones en los medios y estilos de comunicación—las redes sociales—le permite expresar su frustración y coordinar la protesta. Ello erosiona las jerarquías existentes, las que originan en las instituciones de la democracia representativa; partidos, legislaturas y los arreglos constitucionales que sostienen dicho orden político. La paradoja es que, como acción comunicativa, las redes generan horizontalidad en las relaciones sociales e inmediatez, pero solo la ilusión de más o mejor democracia.
Lo cual bien puede resultar en una relación mutuamente excluyente, como en la Primavera Árabe. Occidente, como sea se defina el término, no está inmunizado contra una similar regresión autoritaria. Esto es lo que denota la noción de “populismo”, un concepto impreciso que no obstante identifica una idea de la política igualmente mesiánica y cuya premisa fundamental es que la democracia liberal no da respuestas a las demandas de una sociedad informada y conectada. En la relación líder-masas del siglo XXI el teléfono ha reemplazado al balcón.
Agréguese otro rasgo sistémico de los procesos sociales de este mismo “occidente”. Un reciente estudio de la OCDE, “¿Un ascensor social roto? Cómo promover la movilidad social”, da cuenta de la abrupta desaceleración de la movilidad ascendente. Para alguien nacido en un hogar de los más bajos ingresos, le tomaría dos generaciones llegar al ingreso promedio en Dinamarca, cuatro generaciones en España, cinco en el Reino Unido y Estados Unidos, y luego seis en Chile, siete en Argentina, nueve en Brasil y once en Colombia.
Esta tendencia hace que los recursos y posición de los padres sean el pronóstico más confiable acerca del lugar que ocuparán sus hijos en la estructura social. Nótese además que la movilidad no necesariamente co-varía con la desigualdad, pues ha caído allí donde la desigualdad va en aumento, como en Estados Unidos, y donde ha disminuido, como en América Latina.
El caso latinoamericano durante el boom de principios de siglo da para pensar. Allí también los jóvenes has recibido más y mejor educación que sus padres, y menos oportunidades de empleo. El crecimiento ha exacerbado la conflictividad social, justamente, porque cuanto más se expande la economía, mayores son las expectativas. Si estas permanecen insatisfechas, la frustración social aumentará inevitablemente. Al menos en parte, esto explica que América Latina sea la región más violenta del planeta.
Es que la movilidad es, por sobre todo, una mirada acerca del futuro: genera confianza y optimismo. Su ausencia genera apatía y desafección, el síntoma habitual de la incertidumbre. Si es esto último, la democracia sufre, un orden político que se reproduce gracias a la operación de instituciones predecibles cuya función es, precisamente, alargar el horizonte temporal de los actores.
Entra el populismo en escena o, mejor dicho, aquellos que llamamos populistas: Trump, Le Pen, Putin, Farage, Tsipras, Erdogan e Iglesias, al igual que Maduro, los Kirchner, Morales, Correa, Ortega y tantos más. Son demasiados para ser la causa del deterioro de la democracia liberal; son mas bien el efecto, su rostro visible. Enuncian un mesianismo que llega a oídos de una población joven, más educada que sus mayores y con menos empleo.
Y con el espejismo que la horizontalidad de la tecnología nos haga iguales, lo cual no ocurre. La desigualdad no decrece y donde sí lo hace no se traduce en movilidad ascendente. Se traduce en cinismo, una buena receta para las soluciones mágicas. El autoritarismo está a la vuelta de la esquina.
Por cierto que el mundo es una aldea, todo esto ocurre en las más diversas latitudes. La Primavera Árabe somos todos. Retrospectivamente, en 2011 la vimos como una singularidad regional sin advertir que podía tratarse del preludio de una tendencia global, una mezcla propicia para pasar rápidamente al invierno autoritario.
@hectorschamis