Este fue un texto presentado hace algunos años ante los jóvenes venezolanos que en Estados Unidos se reúnen en jornadas de debate denominadas “Plan País”. Al releerlo lo encontré vigente y, con título y subtítulos añadidos, y algún complemento, lo ofrezco a la consideración de los lectores.
El recuerdo y el olvido
Quiero hablarles del recuerdo y del olvido. Del Estado de las mafias y del cementerio de las instituciones. De la pertinencia y eficacia de las mayorías; así como de la función pedagógica de los fracasos. También de ideas hacia el porvenir. Y sobre todo de la necesidad de no renunciar nunca al espíritu crítico… a la lucidez.
“Venezuela asiste a la cirugía de su memoria histórica. No es una reinterpretación como cualquier otra, es una falsificación de los datos…
El régimen que gobierna a Venezuela no dilucida la historia y suma voces a su visión; sencillamente, suprime datos, cercena las imágenes para excluir personajes, falsifica las voces: no trabaja con los acontecimientos sino que los fabrica o los aniquila. Hace collages con la historia; pero llega a creer que sólo la relata.
Siempre la verdad ha sido un efecto de poder. Cuando el ambiente es de libertad, la verdad es el resultado de una lucha, en la que el poder es respondido desde las trincheras de la sociedad; entonces lo incontestable se atenúa, lo evidente se discute, y la verdad no emerge redonda como una manzana envenenada, sino como superficie corrugada que solicita la discrepancia y se muestra capaz de anidar los matices.
Cuando la libertad se vuelve trémula, el poder carece de contestación eficaz, y desde el Estado se expande una versión en la que las propias vivencias del individuo desaparecen de la crónica. El objetivo último es que desaparezcan de la memoria…
Las percepciones siempre están llenas de incertidumbres; las hebras de la memoria son selectivas y suelen fatigarse; se especializan en abrigar dudas que sólo despeja el relato compartido con el prójimo.
Cuando hay una operación de Estado sobre la memoria colectiva el tema es otro; es la búsqueda forzada de la desaparición de interpretaciones, recuerdos, visiones y experiencias: lo que tú viviste no es eso, sino algo muy diferente a lo que, por cierto, tendrás que acostumbrarte. Nadie sabe lo que sabe; el Estado viene a prevenir el exceso de memoria y la suplanta por la que ha diseñado, revolucionaria y bolivariana, flexible y de una sola talla.
En Venezuela hay una operación en marcha que busca despellejar al país de su conciencia histórica.”
Esta visión es la que me conduce a insistir en donde quiera que pueda decirlo que el ejercicio de la lucidez es la principal de las tareas.
Ver hasta más allá de nuestra mirada. Hacer un esfuerzo inmenso por comprender sin concesiones. Escudriñar sin piedad todas las capas de esa realidad que a veces es encubierta por la arrogancia.
Expropiación, expatriación y excomunión
La extirpación de la historia no es inocente; poco a poco se la sustituye por cartón piedra, por un decorado, de cuya falsedad hay plena conciencia, pero cumple la misión de fundar un presente. Ya no hay historia: de los indígenas “buenos”, oprimidos por Colón y los conquistadores, de un salto se pasan 300 años a la independencia de la mano de Simón Bolívar; de allí se sigue a episodios breves de revuelta con la Guerra Federal y los gestos refistoleros de ”El Cabito”, Cipriano Castro, hasta aterrizar en Hugo Chávez. Todo lo demás es relleno o ignominia o ambas a la vez.
No es una controversia sobre la historia sino su supresión.
El efecto de la mutilación es dramático. No hay padres fundadores fuera de Bolívar; no hay próceres civiles; no hay creadores, ni pensadores, ni venezolanos eminentes: igual han desaparecido Andrés Bello y Arturo Uslar Pietri, José María Vargas y Rómulo Betancourt. En el desangramiento de la historia sólo quedan dos sobrevivientes: Bolívar y Chávez; aunque, si nos detenemos a pensar, uno solo… Chávez que es Bolívar…
Con los personajes y los acontecimientos disueltos en el ácido chavista, también se han disuelto símbolos, valores, principios, referencias, factores culturales y memorias. No sólo el caballo del escudo cambió de dirección sino que la cervecita de las parrillas, la Polar, tiene sentido pecaminoso. Ni Soledad Bravo ni el Puma forman parte de la historia cultural sino Alí Primera y Winston Vallenilla. Tampoco Zapata y Sofía Imber sino Roque Valero y Tarek William Saab.
Esta disolución impide el futuro. Éste sólo puede fundarse en los valores y principios amasados a lo largo de los tiempos por las sociedades. Ningún futuro es proyección de lo que ha sido; pero, ningún futuro emerge de la nada: se hace en medio de la catálisis de lo que ha sido; en las sorpresas del camino, en las torceduras de rumbos, en las equivocaciones de la historia.
Los amotinados han robado muchas cosas, pero la más importante es la sustracción brutal del futuro. El futuro es una nube viscosa, tóxica, que se parece demasiado a lo que no vendrá, cuando precisamente ese concepto designa, en rigor, “lo que ha de ser”. Cada vez que el poder reescribe la historia aniquila el futuro porque éste aparece fundado en cartón, como mera escenografía para la operación del régimen.
En realidad el futuro ya sucedió. Es la pesadilla que se perpetúa y la promesa es su repetición incesante. Tu futuro es tu pasado.
Delante de ti no hay sino el hombre a caballo del siglo XIX mutado en el comandante del siglo XXI, que recluta soldados bajo la oferta “tierra, plata o muerte”.
Prostituido el pasado e imposibilitado el futuro parece que sólo queda el presente. Venezuela es un país convertido en puro presente. Es la República de lo inmediato, del día a día, de mañanas que se parecen a todas las mañanas y noches que se parecen a todas las noches.
Pero ese presente sin porvenir está definido por las ausencias: los bienes no son tuyos, están expropiados, sea la tierra agrícola, la manufactura, el papel toilette o el aceite comestible; el anclaje a tu tierra y tus querencias tampoco existe, porque estás expatriado aunque no salgas de Venezuela; la comunión de la amistad y la familia que es la religión laica de los venezolanos, en los sábados o domingos de encuentros para el afecto y la celebración, también se han extinguido a manos de la inseguridad y los ritos que la nueva secta ha impuesto; así también estás excomulgado por la ruptura del tejido social.
El presente es de expropiación, expatriación y excomunión.
En un cierto sentido se acabó el vivir y se entró en ese espacio intemporal, a-histórico que es el sobrevivir. No es sólo una tarea de pobres y menesterosos. Es de todos, aun de los que tienen recursos, porque etimológicamente sobrevivir es “vivir sobre la muerte”; es un vivir nacido de la muerte, es vivir convocados por la tragedia de todos los días.
Así, la patria de los paisajes y las querencias se redujo a ser la que se lleva en el morral con el que desandamos el mundo.
El Estado de las mafias: etapa superior de la revolución bolivariana
Se ha dicho que Venezuela experimenta una revolución socialista que lleva el país a parecerse a Cuba.
No creo que sea revolución; no creo que sea socialista; no creo que nos lleve a Cuba. No es revolución en el sentido de que no instaura un orden nuevo con instituciones sólidas aunque diferentes; no es socialista porque uno de sus subproductos esenciales es la formación de una nueva burguesía, ultra rentista y salvaje; no es Cuba, entre otras razones porque a Cuba no le interesa que Venezuela se le parezca para poder seguir con el ordeño, menos ahora que la isla cambia de rumbo.
Destruir la historia implica la destrucción de las instituciones que son la memoria viva de las sociedades. Como en toda revolución, el régimen venezolano destruyó las instituciones; pero a diferencia de las revoluciones no construyó otras nuevas. El país es un cementerio de instituciones entre las cuales destacan PDVSA, el Banco Central y la Fuerza Armada que de sus funciones originales se convirtieron en las financistas del régimen, las primeras; y ejecutora de la represión, la última.
De este modo, el país es un amasijo de escombros institucionales, incluido el Poder Ejecutivo. Se ha dicho que éste no es eficiente, como si pudiera serlo; en realidad, está también destruido y sólo se escenifica su ficción, un teatro que Chávez llevó al paroxismo con sus presentaciones diarias en televisión y que Maduro imita con más pena que gloria.
La muerte de las instituciones y su sustitución por simulacros, deja a la sociedad sin densidad, sin estructura, es decir, sin historia. Las redes que agarran los pedazos del Estado ya no son las de arreglos amasados, como el pan, a lo largo de demorados procesos sociales sino los tentáculos perversos de las mafias.
El Estado de las mafias es la etapa superior de la revolución bolivariana.
Una vez que las mafias se han apropiado del Estado se produce una indistinción entre lo público y lo privado, así como entre lo legal y lo ilegal; los parásitos comienzan a alimentarse de lo público como su forma natural y espontánea de ser. Los funcionarios no sirven al Estado sino que son el Estado y en esa misma medida el Estado les pertenece. El trasiego de recursos tiene, en algunos sentidos, formas pre-capitalistas en las cuales los señores son dueños de todo y dispensan favores aquí y allá.
“No me den, pónganme donde ´haiga´” –dicen los próceres de este tiempo- a imagen y semejanza de los amigos de Juan Vicente Gómez. La formación de una clase burguesa rapaz, salvaje y malandra, es el desmentido fundamental de cualquier idea socialista presentable. El socialismo es perverso y se ha mostrado y demostrado históricamente; pero, esta versión que pretende ser socialismo no es un sistema político y económico sino una estructura criminal y forajida que asaltó el Estado. No son los redentores sociales que prometían ser sino los capos de la “res publica”. Coexisten los altos funcionarios, los que logran vivir bien, y una estructura de testaferros, financistas, validos, amiguetes, que se independiza de la función pública y desarrolla sus propios negocios a velocidades petroleras. La carencia de instituciones es su nirvana. El Estado termina convertido en “la cosa nuestra”, la Cosa Nostra, literalmente, Il nostro stato
Debería sorprender, aunque no sorprende la flexibilidad, habilidad, sinuosidad y genio con los que se constituye este Estado mafioso. No es sólo de los que detentan el poder sino que permea toda la sociedad. Se ha visto cómo gente proveniente de todos los sectores ha sido “tocada” por el avance ciego de la red. Empresarios, políticos, sindicalistas, intelectuales, jóvenes y viejos, civiles y militares, izquierdas y derechas, han elaborado argumentaciones para explicar sus conexiones, aventuras y éxitos. No todos, es cierto; pero muchos.
La lógica es fulminante: te incorporas o mueres, te subes al tren de la abundancia o eres excluido. ¿Es posible no participar? ¿Es una cuestión de ética o de pragmática?
El avance de este Estado mafioso ha hecho que las dicotomías fundadoras e iniciales se hayan superado y, en algunos casos, desvanecido. El enfrentamiento entre oposición y chavismo, entre “cuarta” y “quinta” repúblicas, entre civiles y militares, entre socialistas y capitalistas, sin dejar de cumplir sus funciones clasificatorias y retóricas, ha dado pie a la división más esencial, aunque a primera vista poco operativa, “los de abajo” versus “los de arriba”.
Los de abajo no son sólo los pobres sino esa categoría policlasista y contradictoria que son los excluidos; mientras los de arriba, los incluidos, son los que ejercen el poder; por supuesto, entre éstos están los que se han apropiado del Estado y unos cuantos que están en la oposición, que forman parte de las estructuras de ese poder aun cuando sea en forma subordinada.
Un breve rodeo
No es un caso único en la historia. Se ha visto en experiencias totalitarias que el grado de control es de tal naturaleza que la articulación alrededor del proyecto victorioso abarca muchos sectores de la sociedad, no porque les guste o deje de gustar, sino porque ese proyecto se vuelve, en sí mismo, la sociedad.
Los datos de esta sociedad se conocen. Decrecimiento del PIB, inflación que amenaza convertirse en hiperinflación, retorno de los niveles de pobreza que se pretendían superados por el proceso chavista, desintegración del tejido social, inseguridad personal y jurídica, escasez y miedo.
La pregunta que surge en Venezuela es por qué la experiencia chavista va para los 16 años y por qué la mayoría que se refleja en las encuestas no logra el cambio.
Lanzo hipótesis porque, aunque algunas cuestiones parezcan obvias, no lo son tanto. El primer problema es el dispositivo conceptual con que la mayoría de los actores vio el experimento chavista. En vez de mirar el crecimiento de lo que sería una dictadura posmoderna, creyeron ver el desarrollo de una exageración tropical; el detergente necesario, aunque amargo, para depurar el sistema político.
Sobre estos espejismos muchos sectores le abrieron el camino a Chávez y, como he sostenido, quienes le abrieron las puertas no fueron los pobres sino la clase media más ilustrada y los ricos venezolanos, con el acuerdo de importantes factores internacionales. Esta visión impidió activar el sistema inmune de la sociedad venezolana.
Cito parte de un trabajo mío no publicado todavía:
“Una dictadura tradicional clausura los partidos políticos. La dictadura del siglo XXI los ahoga: impide el financiamiento estatal y criminaliza el financiamiento privado, sea nacional o extranjero; sólo les queda la opción de los caminos verdes o la corrupción, que tiene como ejemplo y monumento internacional el caso del PSUV con el uso masivo e indiscriminado de los recursos del Estado.
Una dictadura tradicional cierra los medios de comunicación que no responden a sus órdenes. La dictadura del siglo XXI usa el cierre en casos extremos (RCTV), pero prefiere la expropiación, la compra a través de algún testaferro, la censura y, sobre todo, la autocensura. Favorece el control directo de la televisión y la radio por sus impactos inmediatos; en el caso de la prensa escrita, opta por sofocarla al negarle la obtención de papel, al impedir la publicidad de las empresas privadas y de las instituciones públicas.
Una dictadura tradicional utiliza el fast-track para allanar, detener, torturar, y mantener en prisión a sus enemigos. La dictadura del siglo XXI no deja de usar este expediente –en Venezuela se ha visto hasta el hartazgo desde el 12 de febrero de 2014 en adelante-, pero prefiere el uso de los tribunales para idénticos fines. Obsérvese cómo no hay ni un solo caso político en el que “los juristas del horror” no hayan descargado la guillotina sobre los disidentes.
Una dictadura tradicional no permite a los opositores, salvo por breves períodos, su participación en las instituciones del Estado. Las dictaduras del siglo XXI, con mayor o menor desagrado, tienen que aceptar la participación de los opositores en las instituciones como el parlamento y algunos espacios más o menos controlados, aunque prácticamente inermes.
Una dictadura tradicional no le importa aparecer como tal, aunque siempre en función de un objetivo superior (anticomunismo o antiimperialismo, según los casos); y por esta razón no le importa suprimir las elecciones. Las dictaduras del siglo XXI necesitan una fachada que pueda vender un aire de democracia “no tradicional” y se esmeran en multiplicar las elecciones controladas.”
El segundo y grave problema conectado con el anterior es la idea de que todo esfuerzo fracasado es erróneo. Una concepción del fracaso no como enseñanza sino como error intrínseco, de lo cual ha devenido que todo intento parecido a los anteriores sea descartado por la dirección política opositora: paros, huelgas, abstención electoral, protestas generalizadas, entre otras. Lo que sobrevive en términos generales es el instrumento electoral.
En este sentido, no hay sectores significativos que se opongan a la participación en las elecciones, pero asumidas como el todo de la lucha en contra del régimen, han terminado siendo confiscadas por éste. Debe recordarse que la victoria en el Referéndum Constitucional de 2007 fue posible por una conjunción de movilizaciones fundamentalmente juveniles –fue el año del cierre de RCTV-, la presión militar y una actitud decidida de la dirección opositora en el CNE el día de las elecciones.
El tercer problema es el de la mayoría. Muchos han sostenido que la oposición democrática no ha sido mayoría y sólo lo es recientemente, dado lo que dicen las encuestas de opinión.
He sostenido a lo largo de estos años que es moralmente legítimo luchar en contra de un régimen como el instaurado en Venezuela aunque quienes lo apoyen constituyan el 99% de la población; guardando las distancias y sólo como analogía, también era legítimo oponerse a Hitler cuando era el simpático golpista de la cervecería que había arribado a la Cancillería del Reich en 1933.
Sin embargo, sabemos que en diversas oportunidades la oposición ha sido mayoría electoral; unos dicen que lo ha sido y se ha desinflado hacia las elecciones, otros sostenemos que se ha sido mayoría muchas veces desde 2004 en adelante pero esa mayoría ha sido birlada en las elecciones.
El problema de fondo es que la mayor parte de la oposición actual no muestra vocación de poder, en el sentido de movilizar todas sus fuerzas para derrotar el régimen y reemplazarlo constitucionalmente.
Pero hay un cuarto problema de mayor fondo relacionado con la legitimidad de la lucha frente a una dictadura, se trata de que las mayorías y minorías son categorías funcionales en una democracia en las que se constituyen unas y otras a través del debate público. Surge la gran interrogante de cómo tratar mayorías que tiranizan a las minorías o que se constituyen mediante la coacción, el chantaje, el miedo y el soborno; sin contar con la hipótesis de las mayorías electrónicas, objeto de polémicas dentro y fuera del país.
En las democracias las elecciones son la forma de renovar los poderes públicos y la vía para la alternabilidad; en regímenes autoritarios las elecciones son un instrumento indudable de combate político pero necesitan formar parte de un dispositivo más amplio de lucha en el que la aceptación de los resultados electorales contrarios sea el costo menor que puedan afrontar los gobernantes. En este sentido, las elecciones son una parte y no el todo del cambio político.
La mayoría se constituye alrededor de un objetivo: una cosa son las elecciones y otra, lo cual incluye las elecciones, el reemplazo constitucional del régimen.
Las ideas, las ideas, las ideas,…
¿Dónde se funda la incomprensión? No lo sé. Pueden ser intereses y no lo dudo, pero me inclino mucho más por una negligencia fundamental en buena parte del liderazgo político-intelectual de Venezuela y, tal vez, de América Latina. El dispositivo conceptual dominante sólo podía ver democracias o dictaduras, sin atender a las nuevas formas de autoritarismo.
Eran democracias más o menos imperfectas, pero perfectibles, o dictaduras militares tradicionales, de derecha o con veleidades izquierdizantes como las de Juan José Torres, en Bolivia, y Juan Velasco Alvarado, en Perú.
Pero ese dispositivo conceptual tiene una fundación más profunda y es la debilidad intelectual de la dirección política del país. Como se sabe, los partidos venían mal y su incapacidad para promover las reformas y reformarse a sí mismos, condujo a Chávez; durante este régimen los partidos no han podido hacerse mejores, dadas las condiciones de represión, las limitaciones financieras y la carencia de programas.
La dirección política, con sus excepciones, expresa estas limitaciones. No suele comunicar ideas frescas, no hay esfuerzo de investigación, las encuestas han sustituido el contacto con el país real, en general los nuevos dirigentes políticos tienen que tener mecanismos de financiamiento propios para dedicarse a la política y hay más ambición que propuestas.
Esta ausencia de una renovación sustancial ha llevado a muchos a pensar que lo que Venezuela necesita son mejores políticas públicas y las proponen, como si el régimen imperante pudiera adoptarlas o como si su carencia fuese debido a ignorancia o falta de expertos a su lado.
Así he visto a jóvenes con ganas de navegar en la política pensar que el estudio en public policies los puede llevar al poder. Desde luego se necesitan los expertos en políticas públicas para la reconstrucción del país, pero éstos no serán necesariamente los políticos del cambio.
No hay en Venezuela un proyecto de poder, lo cual es distinto a pensar en ambiciones personales o grupales, o a hilvanar candidaturas. Un proyecto de poder es lo que tenían los dirigentes a la muerte de Juan Vicente Gómez o lo que se instituyó cuando se derrocó la dictadura de Pérez Jiménez.
Si no hay un proyecto alternativo de poder se corre el riesgo de conservar, aun cuando involuntariamente, el poder existente.
Hay que pensar Venezuela muy profundamente, desde su gente, su historia, sus pulsiones esenciales… Hay que hacer la economía política del chavismo, todavía incipiente y llena de prejuicios, hay que ir a las fuentes y fuerzas que movieron una sociedad en una dirección que hoy parece suicida y que fue vista como deseable por una porción nada despreciable del país, incluidas las élites. Hay que estudiar los resortes más íntimos de la venezolanidad.
Desde hace muchos años he sostenido que fue la negativa de los partidos a acometer la reforma del Estado la que pavimentó el camino al despotismo. Hasta las mejores y más impecables políticas públicas se fracturan si tienen un Estado deshecho como plataforma de lanzamiento. Sigo en la idea de que transformar el Estado, sus instituciones, la relación entre éste y la sociedad, está en la base de un país renovado.
Lucidez, luz y Lucifer
Con Chávez triunfaron unas ideas, algunas largamente maceradas en la conciencia y el modo de ser venezolanos; por esto afirmo que a Chávez no lo desterrarán más que otras ideas.
El peligro es que pase el régimen actual y quede sembrada su equívoca semilla para que en algún momento vuelvan a emerger sus frutos monstruosos y amargos.
Creo que los puntos de partida básicos pueden ser -al menos entre los más importantes- los que siguen:
- La lucha no es entre la derecha y la izquierda, categorías disueltas en la ciénaga de la Guerra Fría y en sus inútiles réplicas, muchas vigentes en América Latina y en la intelectualidad chavista. La contradicción fundamental es entre la libertad y el autoritarismo, lo cual implica una postura ética irreductible en defensa de las libertades políticas, económicas, intelectuales y sociales.
- Conquistar y construir la narrativa de la libertad sin traficar, por conveniencia o ignorancia con la narrativa del poder despótico.
- Hacer de la libertad la patria, por tanto proclamar su universalidad y su universalismo, y no permitir que las libertades, derechos y garantías, sean confiscados nacionalmente por los autócratas; tal es el caso de los derechos humanos. Mi patria es la libertad.
- Proponerse, sin ambigüedades un país de propietarios, de emprendedores, en el cual la riqueza honrada sea un objetivo y no una vergüenza. Venezuela como país de una poderosa pujante clase media, con un Estado ágil, como una poderosa red, que no pretende resolverles a los pobres su pobreza sino que éstos se convierten en la fuerza más importante para superarla.
- Venezuela como una sociedad descentralizada que vaya mucho más allá de donde se ha ido, para generar multitud de micropoderes, ninguno tan fuerte como para imponerse a otros, ninguno tan débil como para ser aplastado, fundado en una ciudadanía culta y cultivada.
- Convertir la diáspora venezolana en una red mundial, al margen de que algunos o muchos de sus integrantes regresen y otros no, para insuflar saberes, estimular inversiones y oportunidades. Se trata de provocar una circulación cultural en la Venezuela que despunta.
- Hacer las paces con el petróleo. Abandonar la pelea de titanes con este recurso tan amado y odiado, por lo que permite e impide, para hacer del petróleo –si cabe- el café y el cacao de estos tiempos, en el sentido de una relación tranquila para el desarrollo sostenible y no para la epopeya. En la convicción de que los problemas sociales no los soluciona el dinero sino el talento creador.
- Acometer la reforma del Estado, como el gran proyecto de cambio para construir instituciones que encarnen valores, proyectos, disciplina, rigor intelectual, fuerza cultural, vocación universal, descentralización y poder ciudadano.
Para concluir. Pienso Venezuela como me imagino Europa los primeros días de mayo de 1945, cuando las tropas alemanas se rendían a los Aliados. Nuestro país ha sido devastado por una guerra y hay que pensar Venezuela desde el fin de esta guerra.
Sí, ha habido pérdidas; de vidas, de historias, de proyectos; mucha gente anda en las calles de ciudades destruidas sin saber todavía adónde ir, dónde guarecerse de esta larga intemperie en la que se ha impuesto la máquina trituradora de porvenires; pero, al tomar conciencia de que la guerra ha llegado a su fin, porque la libertad ha vencido, el dolor de las pérdidas comienza a ser acompañado por la tímida alegría de la reconstrucción y una tenue sonrisa entonces se asoma en los rostros.
Nada nos repondrá lo que perdimos, pero nadie nos quitará lo que vendrá.
Cuando se toma conciencia de la libertad ninguna fuerza será más poderosa que la que su custodia, ahora consciente, provoca.
No renunciemos a la lucidez que nos coloca en la riesgosa situación de saber, saber mucho. No olvidemos que lucidez es una palabra que viene de luz, con todo su deslumbramiento; pero, también viene de Lucifer y todos sus dolores…