El triunfo arrollador de Andrés Manuel López Obrador ha sido interpretado en clave exclusivamente doméstica o endógena, en buena medida por el escaso peso de la arena internacional en el programa del líder de Morena. Un vistazo al libro de campaña, 2018. La salida (2017), o a los discursos en el estadio Azteca y en el Hotel Hilton, confirma el bajísimo perfil de la política exterior en el proyecto de la izquierda mexicana. A pesar de ello, dicho triunfo puede inscribirse en la emergencia de una nueva izquierda post chavista en América Latina.
Por Rafael Rojas en Letras Libres
Cuando López Obrador habla de política exterior se limita a reiterar los principios tradicionales del respeto a la soberanía y la autodeterminación de los pueblos o a formular la premisa, de tono aislacionista, de que “la mejor política exterior es la interna”. En la práctica, la única iniciativa de carácter diplomático que ha anunciado es la propuesta de una nueva “Alianza para el Progreso” al gobierno de Donald Trump, que incluiría a Centroamérica, y que podría entenderse como una renegociación o un reemplazo del Tratado de Libre Comercio.
Ni en el citado libro ni en la campaña, López Obrador ha hablado de cancelar el TLCAN. Sin embargo, sus críticas a ese acuerdo son elocuentes, ya que atribuye al mismo la caída en la producción agropecuaria para consumo interno, el alza estratosférica en la importación de alimentos y un déficit promedio, en la balanza comercial de ese sector, de 2,760 millones de dólares al año entre 1994 y 2015. La propuesta de López Obrador de recuperar la productividad agropecuaria y dilatar el mercado interno se parece a la reforma agraria que formuló el líder de la izquierda colombiana, Gustavo Petro, en las pasadas elecciones en ese país suramericano.
Ambos, López Obrador y Petro, estarían tomando distancia, a la vez, de las estrategias privatizadoras y agroexportadoras en el campo, propias del neoliberalismo de los 90, y de la ofensiva extractivista de los regímenes bolivarianos en los años 2000. No solo en la política económica, también en el diseño institucional de la democracia, estos dos líderes y otros, como el chileno Alejandro Guillier, quien perdió la pasada elección frente a Sebastián Piñera, se despegan del legado de Hugo Chávez y el llamado “socialismo del siglo XXI”.
Al arrancar la campaña chilena, a fines de 2016, Nicolás Maduro envió a Guillier un “incondicional apoyo” por Twitter, que el candidato rechazó irónicamente. Luego, en los meses siguientes, el socialdemócrata chileno respaldó la posición del gobierno de Michelle Bachelet en el Grupo de Lima y en la Asamblea General de la OEA, en el sentido de desconocer la instalación del nuevo constituyente perpetuo venezolano, no sometido a plebiscito, y, más recientemente, la reelección de Maduro del 20 de mayo de este año.
Petro, por su parte, envió una carta a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en San José, Costa Rica, en la que señaló que en Venezuela tenía lugar una “crisis de legitimidad estructural” y un “secuestro doloroso de la democracia” y reprobó el encarcelamiento de Leopoldo López, la inhabilitación de Henrique Capriles y el exilio de Antonio Ledezma, tres líderes opositores perseguidos por el gobierno de Nicolás Maduro.
Guillier, Petro y, sobre todo, López Obrador han colocado en el centro de sus agendas el combate a la corrupción y la impunidad. Los tres capitalizan esa demanda frente a las derechas locales, pero también envían un mensaje a la izquierda latinoamericana, envuelta en el megaescándalo de corrupción de Odebrecht –y en otros menores– en países como Venezuela, Ecuador, Brasil, Argentina, Perú y Chile. La corrupción, como ilustran los casos de Brasil, Perú y México, aqueja lo mismo a la derecha que a la izquierda, pero en esta última golpea especialmente a países del bloque bolivariano.
Durante su larga campaña, López Obrador no mostró menor simpatía por Nicolás Maduro o cualquiera de los regímenes del “socialismo del siglo XXI”. Alguna vez hizo alusiones elogiosas a José Mujica en Uruguay y en el verano de 2017 viajó a Quito y a Santiago de Chile, donde se reunió con Lenín Moreno y Michelle Bachelet. Habría que recordar que justo en ese momento se creaba el Grupo de Lima, donde Chile y México tuvieron un papel destacado en el posicionamiento regional sobre la ilegitimidad del proceso constituyente venezolano, mientras que el gobierno de Moreno tomaba distancia de la administración anterior, de Rafael Correa.
Uno de los primeros dilemas a que se enfrentará la nueva cancillería mexicana será mantener o desechar la posición del gobierno de Enrique Peña Nieto y su secretario Luis Videgaray frente a Venezuela y Nicaragua. Si a López Obrador le interesa, verdaderamente, sacar a flote la renegociación del TLCAN, un cambio de posición en ese flanco podría quebrar desde un principio el diálogo con Donald Trump. Por otra parte, un giro a favor de Maduro o de Ortega colocaría a México en una perspectiva minoritaria en el hemisferio, solo compartida por Cuba y, en menor medida, Bolivia.
Si el gobierno de López Obrador asume plenamente una identidad poschavista, podría cumplir un rol decisivo en la región. América Latina vive en los últimos años un giro a la derecha, como resultado de las derrotas electorales de la izquierda en Argentina, Chile y Colombia, la destitución de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula da Silva en Brasil. Sin embargo, el principal motivo de fractura en el hemisferio, el que ha dinamitado todos los foros regionales –desde UNASUR hasta la CELAC– es Venezuela. El régimen de Nicolás Maduro no solo divide a la izquierda y la derecha sino que confronta a una izquierda con la otra. El nuevo gobierno mexicano deberá escoger un bando o tratar de mediar en esa disputa.