Antonio Sánchez García: El castrocomunismo, concepto y realidad

Antonio Sánchez García: El castrocomunismo, concepto y realidad

Cortesía Gentiuno

 

El comunismo es la doctrina social y política que Carlos Marx y Federico Engels estatuyen en la cuarta década del siglo XIX para ofrecer una respuesta global a todos los problemas aparentemente irresolubles que planteaba ya entonces el capitalismo industrial en su fase imperialista. Al que ambos autores consideran indisolublemente ligado a crisis cíclicas inevitables que, a pesar de todos sus esfuerzos, la llevarían inexorablemente a su destrucción final. Creando, no obstante, y desde el mismo interior de su desarrollo, las condiciones para su superación. Trenzada la sociedad burguesa con su lucha de clases, finalmente daría lugar al proletariado que, a su vez, derrotaría a la burguesía y conquistaría el poder total, erigiendo la dictadura del proletariado y, desde el bastión del Estado socialista, dar paso a la construcción del comunismo, que puede resumirse en su desiderátum: de todos según sus capacidades, a todos según sus necesidades. Luego, la reconquista del paraíso y el fin de la historia.

Según los pronósticos del marxismo científico, derrotada la burguesía y conquistado el poder total por el proletariado, desaparecerían las clases y con ello sus luchas. Reinaría la paz universal, la paz perpetua, todas las necesidades serían satisfechas, la propiedad colectiva de los bienes de producción desplazaría a la propiedad privada, causa y raíz de todos los males, crímenes, enfrentamientos, luchas, combates y guerras, y a la paz universal sucedería naturalmente la armonía universal. El hombre habría alcanzado el paraíso terrenal, vale decir, el reino del bien y la felicidad plena. El ideal perseguido por la humanidad desde su expulsión del paraíso. La utopía. Si se quiere: la visión secularizada de la utopía judeocristiana. Ese parangón le ha permitido sobrevivir a todos sus desastres y no haber desaparecido del escenario, como el nazismo, tanto o menos devastador que él.





Durante un siglo, la responsabilidad por la imposibilidad de alcanzar el paraíso universal le fue endilgado al desarrollo desigual de las sociedades que alcanzaron el socialismo, todas con sistemas productivos en distintas fases de la evolución histórica. Para alcanzarlo, debía lograrse la imposición del socialismo –fase intermedia y necesaria para avanzar al comunismo– en todo el mundo. Recién entonces, cuando el planeta entero estuviera en manos del proletariado, la historia habría llegado a su fin y la paz universal reinaría por sobre las inútiles y perpetuas discordias.

De allí la razón del porqué el comunismo, instaurado en Rusia en octubre de 1917, se propone expandirse por el mundo entero, a partir de la organización global de los partidos comunistas y su coordinación desde Moscú por la llamada Tercera Internacional o Internacional Comunista. Tanto para garantizar la existencia del socialismo soviético “en un solo país”, como para asegurar su expansión universal. Y de allí también la comprensión que obtiene su máxima dirigencia, de que no todas las vías revolucionarias deben reproducir y seguir el camino seguido por los bolcheviques: organizar al proletariado en un partido leninista y asaltar el poder, como lo hicieron los comunistas soviéticos de acuerdo con el plan originario contenido en El manifiesto comunista.

Es entonces cuando las vías hacia el comunismo se diversifican en tantas, cuantas condiciones nacionales existan. Ya sea según las clases protagónicas del cambio revolucionario, ya sea según el modo de apropiarse del poder. Sea mediante el liderazgo del proletariado, como en Rusia, sea mediante el campesinado, como en China; sea por la vía pacífica y progresiva del voto y la conquista de la hegemonía, como en las sociedades industrializadas europeas, sea por la vía armada y violenta del asalto al poder, como en Cuba.

De allí se derivan todas las formas de conquista del poder imaginadas y proyectadas por el marxismo: el marxismo leninismo, el marxismo soviético, el maoísmo, la guerra de guerrillas, la guerra irregular y prolongada, las guerras de independencia colonial, la infiltración de las instituciones liberal democráticas y el copamiento interno de los ejércitos, etc., etc., etc. De allí se deriva finalmente el castrocomunismo: la forma particular de asalto al poder por Fidel Castro, mediante la insurgencia antidictatorial, la guerra de guerrillas y la particular integración del Estado revolucionario cubano, bajo el predominio militar y sus derivaciones específicas: las vías combinadas de asalto electoral y asalto armado, incluso el golpe de Estado, como en Venezuela, en Nicaragua, en Colombia; las vías propiamente electorales, como en Brasil, en Uruguay, en Argentina, en Ecuador, en Perú, en Bolivia y en Chile. El asalto largo y prolongado, como el que se intenta en el resto del continente: entrar a las instituciones por vía electoral y, una vez dentro, fracturarlas para ponerlas al servicio del ataque frontal, mediante la agudización de las crisis internas, la corrupción, la amenaza y la muerte.

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No es otra la razón de llamar castro comunismo a la particular forma de acceso al poder totalitario y antidemocrático de las izquierdas marxistas latinoamericanas que se está implementando ahora mismo desde el llamado Foro de Sao Paulo a lo largo y ancho de nuestro continente: su primer objetivo es acudir en defensa de la intangibilidad de la tiranía castro comunista cubana, madre de la criatura desde hace 60 años. En segundo lugar, proteger a los regímenes castrocomunistas derivados: Venezuela y Nicaragua. En tercer lugar, velar por el tránsito al castrocomunismo definitivo de las democracias ya en manos del Foro, como Bolivia, e impedir la pérdida definitiva de Perú, Ecuador, Uruguay y Brasil. En dicho sentido, la lucha en defensa de Nicolás Maduro y Lula da Silva se convierte en una de las más importantes y prioritarias tareas del Foro y el castrocomunismo cubano. Sufre ahora mismo el fracaso de su último asalto a Colombia, cuando luego de la traición de Juan Manuel Santos todo parecía marchar sobre ruedas para pasarle el poder a Petro y las FARC. Y ahora, en lo inmediato, apoderarse de México, que se le ofrece en bandeja de plata. Un trabajo de orfebrería que debe ser acometido con toda la astucia, la tenacidad y la paciencia necesarias. El comunismo piensa y actúa a largo, larguísimo plazo. Donald Trump ha venido a descalabrar los logros obtenidos con Obama y Bergoglio. Y Uribe y Duque, los de Juan Manuel Santos y Gustavo Petro. Tendrán que recomenzar. La lucha entre democracia liberal y dictadura marxista continúa marcando la nota de la política en toda nuestra región.

Esa lucha, entendámoslo bien, no se libra primariamente en la OEA, usada como mero trampolín para el asedio, el manejo y el control de las democracias regionales. Todas, inclusive las de Piñera, Macri, Iván Duque y Donald Trump, aún muy lejos de una cabal comprensión de lo que Cuba y el comunismo internacional se juegan en América Latina. Así como para impedir que en su seno se desarrollen estrategias y tácticas abiertamente contrarias y distintas a las impulsadas abierta o soterradamente por el castrocomunismo. La Carta Democrática es usada para sofrenar su aplicación en favor de la democratización de los gobiernos asediados y/o controlados por el Foro. No para fortalecer sus tendencias institucionalistas.

Lo señalo para hacer conciencia del verdadero campo de maniobra con que los demócratas contamos en el terreno de la diplomacia regional: ningún organismo multinacional, ni en el campo de la justicia, los derechos humanos, la salud, la alimentación ni muchísimo menos la paz y la guerra, son neutrales en este embate entre dictadura y democracia, comercio e intercambio, castrocomunismo y capitalismo liberal que continúan enfrentándose en América Latina. Más allá, y al margen del estado real de la paz mundial, la guerra continúa sirviendo las bases infraestructurales de nuestras sociedades. Como ya lo afirmaron los griegos de tiempos de Tucídides: no es la paz, es la guerra el estado natural de las relaciones entre los hombres y los estados. O como Thomas Hobbes definió el estado natural de las interrelaciones humanas: bellum omnia contra omnes. La guerra de todos contra todos.

Solo cabe recordar la sentencia latina que animó los esfuerzos de todos los tratadistas de la guerra, desde Sun Tzu a von Clausewitz: Qui vis pacem para bellum. Quien quiera la paz, que prepare la guerra. Putin no es Stalin, ni Xi Jinping es Mao Tse-tung. Miguel Díaz-Canel tampoco es Fidel Castro. Las máscaras son otras: la esencia es la misma. “Lo político”, dijo Carl Schmitt, “puede ser derivado al mortal enfrentamiento amigo enemigo”. En eso estamos. En eso seguimos.