Simple, las dictaduras comunistas falsean su propia historia. Aspiran, como ha ocurrido siempre, a escolarizarla, sin piedad ni clemencia.
Es de imaginar los textos, como está ocurriendo, capaces de transmitir una versión infame de lo que ha transcurrido y transcurre en el país. Y de castigar cualquier disidencia – por modesta que fuese – del aprendiz, de sus padres o representantes.
Jurarán que ha llegado a tal nivel la popularidad de los clanes en el poder, que arrasaron en unos comicios constituyentes y en los sucesivos, venciendo heroicamente en medio de la guerra económica que nos hambreó. Nada ni nadie podrá desmentirlo, pues, al pasar el tiempo, el largo tiempo de sojuzgamiento, desaparecerá todo vestigio probatorio que evidencie lo contrario.
Algo semejante acontece con las amenazas y supuestas tentativas de magnicidio, porque, a sabiendas del descrédito oficial, insistirán en los hechos, aunque mal los redondeen. Fracasada la guerra civil, ante una población desarmada, la guerra internacional hará el favor de aglutinar lo poco que puedan, conscientes del rechazo de las grandes mayorías.
Ninguna libertad de prensa, ninguna libertad académica, autorizará cualquier conjetura, investigación o inquietud. Todavía queda mucha tela que cortar, por ejemplo, respecto al consabido, público e inequívoco atentado contra Rómulo Betancourt, afianzando una historiografía reciente, pero no así con el pretendido suceso que protagonizó recientemente Maduro Moros, dada la infinita simplicidad de una versión propia de la propaganda comunista.