El proceso de transformación de un régimen político democrático a uno de naturaleza autocrática representa un evento traumático, y un contundente atentado al equilibrio y a la paz de la vida en sociedad. Substancialmente, supone la modificación abrupta de un sistema de valores y la adopción de unas estructuras formales estrictas, donde ocurre una ruptura con relación a los principios fundamentales que en su momento fueron incorporados para ordenar y estructurar una comunidad política determinada.
En términos generales, se trata de un cambio cardinal en la forma de gobernar una sociedad, conforme a la cual muda la lógica de los distintos elementos que conceden vida a la dinámica habitual del sistema. En este sentido, se pasa de un modelo de relaciones sociales enfocado en la búsqueda del equilibrio entre la libertad e igualdad, a otro completamente ajeno a esta práctica; donde prevalece la opresión y la desigualdad como acicates para asegurar un régimen de dominación, a partir del control de las necesidades fundamentales.
Un sistema de gobierno verdaderamente democrático es aquel donde existe la libertad jurídica para proponer y disponer de opciones políticas, donde el ciudadano cuenta con la posibilidad de poder asociarse y expresar sus opiniones sin obstáculos. En una sociedad democrática también la competencia libre y sin violencia entre dirigentes con aspiraciones políticas son la regla y no la excepción, y la incorporación de todos los miembros de la comunidad es el principio fundamental, porque no se permite discriminación por las diferencias en las preferencias de ciudadanos en ninguna de sus formas.
Esto quiere decir que, para el modelo democrático, la vida en la comunidad supone la posibilidad de conformar grupos para la canalización institucional de los intereses, donde también el principio de responsabilidad política, con el control ciudadano y la rendición de cuentas, se convierte en un pilar esencial.
Básicamente, lo que caracteriza a una forma de gobierno democrática frente a otras de diferente naturaleza, más allá de la facultad ilimitada para manifestar la pluralidad del pensamiento, es la robustez legal y la igualdad en las condiciones para que todos los ciudadanos puedan expresar sus descontentos, en conjunto con la protección que las instituciones del Estado pueden brindar a sus ciudadanos en situaciones donde trate de prevalecer la arbitrariedad.
No hay duda de que la realidad venezolana se muestra muy separada de este modelo de democracia auténtica. La arbitrariedad se ha puesto a la orden del día, principalmente porque hoy estamos frente a una forma de dominación que utiliza las instituciones para pulverizar los últimos vestigios democráticos.
El verdadero atentado es el que ha cometido Nicolás Maduro contra la voluntad popular, que el pasado 20 de mayo le envió un mensaje contundente de rechazo a su gestión y de desconfianza a las estructuras encargadas de arbitrar y resolver los conflictos en la sociedad, por estar viciadas y sumergidas en la parcialización. Maduro ha cometido un atentado contra el principio de supremacía constitucional cuando promovió la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente ilegal, que ahora se encuentra usurpando las funciones del Parlamento, que sí fue una expresión directa de la voluntad general y no un artificio producto de un fraude electoral.
Estamos en medio de un sistema de dominación que ha atentado contra la democracia y sus condiciones elementales, porque se trata de un régimen que ha torpedeado la estabilidad económica, política y social de la República, como una consecuencia directa de la improvisación, la corrupción, y la irresponsabilidad; una situación que ha sometido a desgaste al poder público y sus instituciones, sacrificando la vitalidad de toda una sociedad, como resultado de la arrogancia y el deseo insaciable de poder, que hoy no mide si sus acciones u omisiones pudiesen condenar definitivamente a las futuras generaciones a la pobreza y la miseria.