En la apacible ciudad universitaria donde vivo, en Estados Unidos, resulta prácticamente imposible toparse con un chavista. Bucólico y conservador sin estridencias radicales, dotado de un hermoso y extenso campus, Norman, Oklahoma, donde ni los estudiantes alzan la voz, no parece el lugar propicio para el dispendio y el escándalo que caracteriza a los hijos y allegados del nuevorriquismo venezolano.
A Norman, en términos generales, se viene, básicamente, a aprender o a enseñar y en eso la Universidad de Oklahoma ofrece un amplísimo y muy bien desarrollado programa de estudios en las más disimiles ciencias. Pero para el prototipo del chavista, cuyo afán de conocimiento es superado, de lejos, por el afán del consumismo, resulta un gran bostezo la celebración de una fiesta de grado, digamos, por ejemplo, de Bachelor of Music in Piano, con torta y refrescos. Lo suyo sería una caja de Buchanan´s 21, pasapalos de la más cercana tienda de exquisiteces y obligatoria compañía femenina o de cualquiera otro sexo.
Así que nada que ver. El chavismo requiere, para satisfacción de sus paladines en búsqueda de aventuras, la excitación y turbulencia de las grandes urbes. Nueva York, París, Londres, Buenos Aires, Roma y sobre todo Madrid porque a ellos, ilustres monolingües casi todos, les resulta irresistible aprovechar la ventaja del mismo idioma. Pero nada ni nadie les gana a Florida, a pesar de los riesgos que representan Miami, Fort Lauderdale o Boca Ratón, sitios donde, en cualquier esquina, te puedes topar con un desagradable grupo de indignados que te recitan, a pie juntillas, todas las barrabasadas cometidas cuando eras ministro de Chávez. Por eso, ahora buscan refugio en destinos más exóticos y lejanos como Australia. Vano intento porque ya sabemos que hasta allí llegó la diáspora, primero que los nuevos ricos chavistas, con su correspondiente venta de arepas en la playa.
La gran contradicción de estos parias con miles de millones de dólares a su disposición es que el paraíso en que dicen haber convertido a Venezuela les resulta pequeño, desmadejado e invivible. En un país que se hunde en la hiperinflación, los servicios públicos dejan de existir, los empresarios bajan definitivamente las Santas Marías y los centros comerciales languidecen ante la escasez de mercancía y de quien la pueda comprar, únicamente podrán satisfacer sus necesidades básicas con unos dólares que no saben en qué gastar porque las extravagancias consumistas simplemente desaparecieron y la imagen de unos ricachones dándose vida, mientras el grueso de la población se muere de hambre o asesinado por los esbirros, resulta intolerables hasta al más insensible de los chavistas mil millonarios. Por eso huyen despavoridos hacia el mundo exterior. A darle con todo a la tarjeta de crédito. A gastar sin reparo ni remordimientos. Y allí, en cualquier rincón del planeta, son asediados por aquellos que, a su juicio, debieron quedarse en Venezuela disfrutando del socialismo del siglo XXI, los indignados que ahora les amargan la vida y les ponen el mundo chiquitico. A menos que se dejen de pendejadas y se acojan a un exilio dorado en La Habana o en Pyongyang, donde, a pesar del secretismo y la hipócrita cautela, nunca dejaron de existir algunas de las perversiones menos sofisticadas del mundo capitalista.
Pero, ¿tienen toda la razón los indignados venezolanos de tratar, como lo hacen, a los nuevos ricos chavistas si tomamos en cuenta que ellos son responsables de la tragedia que vive el país, incluyendo la de quienes ahora los increpan a las puertas de los restaurantes más lujosos de París, Melbourne o Viena? Sobran las razones, en dolor y rabia acumulados, como para que nos quedemos callados ante tamaña provocación. Algo habrá que decirles. Pero, eso sí, en sana paz.