Pocos fenómenos, sin contar las guerras, poseen la capacidad de desestabilizar una región al completo como un flujo migratorio masivo y fuera de control, como bien ha descubierto Europa en los últimos tiempos. Unos 2,3 millones de venezolanos (más del 7% de la población) han abandonado su país en los últimos cuatro años ante la crisis social, económica y política que sacude Venezuela bajo el poder de Nicolás Maduro. El éxodo, que no tiene visos de ceder después de las últimas medidas económicas aplicadas por el chavismo, se ha convertido ya en un formidable problema que trasciende las fronteras del país caribeño. Como tal debe abordarse: son los países de la región y los organismos multinacionales los que deben, a la mayor urgencia, coordinar una respuesta.
La alarma se ha disparado en las últimas semanas. Algunos Gobiernos de países limítrofes, caso de Perú y Ecuador, ya han dado pasos atrás en su política de puertas abiertas, ante el temor de que sus sistemas públicos se vean desbordados. Exigirán a los migrantes contar con un pasaporte en regla, algo cada vez más difícil de conseguir en Venezuela. A esto se unen los crecientes episodios xenófobos en la frontera con Brasil —que ha enviado su Ejército a la zona—, y los no menos preocupantes casos en Costa Rica con los nicaragüenses que huyen ante la deriva autoritaria de Daniel Ortega, cuyo parentesco con la de su socio Maduro resulta cada día más obvio. Al contrario que en Europa con la crisis de los refugiados sirios, América Latina había evitado hasta ahora brotes racistas relevantes u organizados.
Ambas situaciones resultan preocupantes y evidencian la necesidad de una respuesta coordinada y urgente. Colombia, que ha recibido cerca de un millón de venezolanos desde que se inició la crisis, ideó una tarjeta con el fin de crear un censo migratorio que permita a aquellos el acceso al sistema sanitario, educativo y también al mercado laboral. Por acertado que parezca el proyecto, aún en desarrollo, su fracaso parece seguro si no se logran asegurar fondos supranacionales.
Las principales potencias de América Latina han presionado a Caracas desde hace años para lograr una salida negociada a la crisis política, ante la constante negativa de Maduro a pactar una solución democrática y garantizar unas elecciones libres. Ese empeño no debe ceder. Pero la prioridad ahora es unir fuerzas y recursos económicos para asegurar que los venezolanos que abandonan su país tengan garantizadas unas condiciones mínimas de subsistencia. Sin esto, el impacto sobre las comunidades fronterizas, escasas de recursos, resultará insostenible y alimentará aún más el negro monstruo de la xenofobia.
América Latina habrá de liderar la solución al problema. Pero resulta de todo punto necesaria la implicación de organizaciones mundiales, como Acnur o la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), así como los recursos económicos que puedan aportar países de fuera de la región, como la Unión Europea, muy activa en la búsqueda de una salida a la crisis.
En esta coyuntura resulta inaceptable la posición del Gobierno de Nicolás Maduro, que ha tachado de “esclavos y mendigos” a los ciudadanos que han decidido abandonar el país y ha negado repetidamente que exista una crisis migratoria. Constatada la nula implicación del régimen venezolano en la búsqueda y el pacto de cualquier solución, no resulta absurda la idea de que su única política consiste en que el país se vacíe, para tratar de gobernarlo desde la subsistencia mínima. Las nuevas medidas económicas, que, según la mayoría de expertos independientes, no harán más que acelerar la hiperinflación, parecen caminar en esa dirección. Con sus acciones, lo único que va a conseguir estabilizar Maduro es la miseria y el sufrimiento de los venezolanos.