El ascenso de los demagogos populistas en América Latina ha puesto nuevamente sobre el tapete esa añeja pretensión del poder ilimitado de la soberanía popular. Las otrora democracias constitucionales del último tercio del siglo XX han sido demolidas en su andamiaje institucional por el avance de movimientos socialistas, que han enarbolado la potestad política y moral del «pueblo soberano», en cuyo nombre se cometen transgresiones a los principios y garantías constitucionales, y se violan derechos humanos. Hasta la «autodeterminación de los pueblos» se interpreta en el tamiz ilimitado de la soberanía popular, convirtiéndose en un paraguas de impunidad para perversas autocracias plebiscitarias. ¿De dónde proviene esa creencia del poderío ilimitado de la soberanía popular? ¿Cuáles fundamentos tiene para afirmar que garantiza resultados democráticos y justos? ¿Qué subyace a esa sospechosa frase de que «los pueblos nunca se equivocan»? Como fue en el pasado, a los liberales de hoy nos toca otra vez advertir que, bajo esa pretendida autoridad moral de la soberanía popular, subyace la peligrosa pretensión de erradicar el pluralismo y la diversidad, sólo posibles bajo la égida del individualismo, para instaurar hegemonías políticas bajo el imperio de un nuevo colectivismo.
El pueblo sin límites
Esa majestad sin límite de la soberanía popular es una de esas utópicas herencias del ideario político de la Ilustración. Se presume que un pueblo es soberano sólo cuando depende de sí mismo, sin ataduras teológicas o antropológicas, como pueden ser mandatos divinos o étnicos, ni tampoco de preceptos metafísicos o universales, como las leyes de naturaleza o los derechos humanos, y otros por el estilo. No existe nada que delimite de antemano a un pueblo soberano, ni siquiera las leyes que se imponga a sí mismo. «[La deliberación pública] no puede (…) obligar al soberano para consigo mismo, y que, por tanto, es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir», afirma Jean Jacques Rousseau en su concepción de soberanía popular, otorgándole una potestad que se extiende incluso sobre cualquier norma constitucional: «no hay ni puede haber ningún tipo de ley fundamental obligatoria para todo el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social»[1].
“El problema es que ese «bien común» no está definido ni establecido de manera autónoma e independiente de la soberanía popular, porque siempre dependerá del resultado mismo de la deliberación. El bien común será lo que la soberanía popular decida”.
Definido como el nuevo poder sin límite sobre la faz de la tierra, una concepción omnipotente de la soberanía popular necesita algún punto arquimédico que garantice que semejante poderío no cometa errores ni injusticias en sus decisiones y ejecutorias. Si nada la ata de antemano, esto es, si no existe un conjunto de principios sustantivos a priori que orienten y regulen su actuación, ¿cuándo saber que la soberanía popular es correcta y justa? Según sus defensores, cuando su voluntad,a posteriori, exprese el bien común, la utilidad pública o el interés general, para mencionar las conocidas nociones al uso. Pues bien, el problema es que ese «bien común» no está definido ni establecido de manera autónoma e independiente de la soberanía popular, porque siempre dependerá del resultado mismo de la deliberación. El bien común será lo que la soberanía popular decida. Luego el asunto aquí no es qué decide la soberanía, sino cómo lo decide. La efectividad política de la soberanía popular descansa en una justicia «puramente procesal»[2].
En el caso de El contrato social, el ginebrino asegura la «justicia» de la soberanía popular mediante un procedimiento que contiene básicamente tres reglas: «Si cuando un pueblo, suficientemente informado, delibera, no mantuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias resultaría la voluntad general y la deliberación sería siempre buena»[3]. Vayamos por partes en ese procedimiento rousseauniano. En primer lugar, la deliberación de la voluntad general requiere de sujetos bien informados del asunto a deliberar, lo cual supone además que manejan también información sobre aspectos generales de la historia y contexto situacional y también algunas nociones básicas de interés económico, social y político. Los sujetos de la soberanía popular son decisores con suficiente capacidad deliberativa. En segundo lugar, estos decisores deciden exclusivamente según su propio interés, sin la más mínima consideración por el vecino y hasta es posible incluir aquí lazos familiares. Mientras más genuinos y diversos sean los intereses, mejor resulta la nitidez del interés común. Esta segunda condición o regla es subsidiaria de la primera porque exige que los decisores de la soberanía popular sean sujetos muy conscientes e informados, no sólo de la cuestión a deliberar, sino de su posición e intereses actuales y de cómo serán afectados en el futuro, según sea finalmente la voluntad general. En términos rawlsianos, en la deliberación de la soberanía popular, nadie tiene un «velo de ignorancia»[4]. Finalmente, en tercer lugar, está prohibido hacer coaliciones, grupos, sectas ni partidos, para efectos de un proceso deliberativo y mucho menos para influir permanentemente en la formación de la voluntad general. Esta regla presupone dos cosas. Queda prohibido la promoción, pública o privada, del interés de cada uno, y queda prohibido también la negociación y articulación de intereses. «Es importante, pues, para la formulación de la voluntad general que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según su propio entender»[5].
Pues bien, puestas sobre el tapete, las reglas de la deliberación para garantizar la expresión de la voluntad generalde Rousseau, no solo nos indican que formaban una quimérica fórmula imposible de ser puesta en práctica en 1762, como en nuestros días. También nos advierten lo peligroso que resulta seguir alabando una soberanía popular sin límites, precisamente porque en ausencia de esas reglas, toda decisión de la soberanía popular siempre resultará una mera voluntad de todos «que busca el interés privado y no es sino una suma de voluntades particulares», como la historia desde entonces, en todas las latitudes, lo muestra[6]. No obstante, Rousseau es optimista con la efectividad del pueblo soberano y su voluntad general: «Estas precauciones son las únicas adecuadas para que la voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca»[7]. Dado que son imposibles en la práctica, examinemos más de cerca esa teoría.
La premisa mayoritaria
¿Esas reglas son las únicas adecuadas para que el pueblo no se equivoque nunca? Aunque podemos comprender el talante emocional del romanticismo de Rousseau en el contexto de su época y en la turbulencia de su biografía, algunos teóricos contemporáneos de la soberanía popular mantienen aún esa fe en las bondades infalibles de la voluntad general, tanto en la fase constituyente como en las fases constitucional y legislativa. Por ejemplo, y siendo muy sucinto para una tesis de muchas aristas, Carlos Nino aseguraba que las condiciones deliberativas de las decisiones mayoritarias «transformaban los intereses y preferencias de las personas», con resultados marcados por «una tendencia mayor hacia soluciones imparciales que cualquier otro método». Sus condiciones o reglas básicamente eran tres, en una línea diametralmente opuesta a la rousseauniana: i) derecho igual a tener voz y a ser oído en la deliberación; ii) la promoción de los intereses de cada individuo bajo esquemas comprobables de justificación y evaluación; y iii) la publicidad de los intereses con pretensiones de atraer para sí la mayor cantidad de apoyos por convicción. El jurista argentino consideraba que esa transformación de preferencias individuales a decisiones equitativas o justas constituía un valor epistémico de su concepción deliberativa frente a otros métodos democráticos. Para Nino, como también lo fue entonces para Rousseau por una vía distinta, la deliberación en esas condiciones bajo la regla de la mayoría permite la conformación de «decisiones moralmente correctas»[8]. Es el mismo talante y pretensión del ginebrino, pero sospecho que se debe más a la fe que profesan en la omnipotencia de la soberanía popular.
La distinción que realiza Ronald Dworkin sobre lo que denomina «la premisa mayoritaria»[9]pienso que nos permitirá comprender mejor el optimismo roussoniano de Nino en sus condiciones deliberativas, al tiempo de considerar lo insostenible de esa promesa epistémica de la soberanía popular para que «el pueblo no se equivoque nunca». En síntesis, la premisa mayoritaria representa lo que podemos llamar el fundamento mínimo, esencial, de la voluntad de la soberanía popular, entendiendo que esa voluntad se expresa, adecuadamente al menos, mediante la regla de la mayoría. Según Dworkin, esa premisa mayoritaria exige que los procesos y estructuras decisionales de la democracia deberían ordenarse para producir resultados que beneficien a la mayoría, de modo que sus decisiones puedan considerarse avaladas por una mayoría de ciudadanos si contaran con la información suficiente y el tiempo necesario para la debida deliberación. Esta es una premisa que podemos denominar irrebasable de la democracia. Una nueva concepción de la soberanía popular no puede soslayar esa premisa, aunque sabemos que se usa irresponsablemente en el debate público con frecuencia para impulsar o impedir reformas y políticas, bajo el tamiz de lo que «la mayoría de los ciudadanos decidiría».
“Una «decisión comunal» nos remite a una decisión que incluye a toda la comunidad, «el pueblo como tal», como cuando se produce una declaratoria de guerra entre naciones, indistintamente de los procesos deliberativos que convalidaron esa preferencia”
Sin embargo, sobre esa premisa introduzco la distinción que anuncié de Dworkin. El filósofo del derecho nos recuerda que cuando decimos que la democracia es el gobierno del pueblo, es porque realiza acciones que sólo son posibles de hacer por ese cuerpo colectivo que Rousseau denominó Pueblo Soberano. «Hay dos tipos de acción colectiva» ?nos dice Dworkin? «la estadística y la comunal, y nuestra visión de la premisa mayoritaria bien puede depender del tipo de acción colectiva que consideramos requiere un gobierno democrático»[10]. En efecto, una «decisión estadística» se produce cuando es resultado de la votación o preferencias de una mayoría de ciudadanos, como cuando se distribuyen escaños en un cuerpo colegiado después de realizado el escrutinio. Pero una «decisión comunal» nos remite a una decisión que incluye a toda la comunidad, «el pueblo como tal», como cuando se produce una declaratoria de guerra entre naciones, indistintamente de los procesos deliberativos que convalidaron esa preferencia.
Esa distinción me invita a considerar a la concepción omnipotente de la soberanía popular, donde las decisiones de la mayoría son moralmente correctas e infalibles, desde una premisa mayoritaria de tipo comunal, pero por una razón distinta a la de Dworkin. La fe epistémica que le profesan a la soberanía popular sin límites presupone que todos o casi todos los ciudadanos comparten una misma visión moral del mundo y de la vida[11]. Desde esa presunción se comprende mejor cuando Nino insiste en que es posible alcanzar decisiones moralmente correctas, porque las condiciones de la deliberación se convierten en un mecanismo para alcanzar, bajo la debida e informada reflexión, decisiones que expresen «la esfera intersubjetiva de la moralidad». Una intersubjetividad solo posible, agrego yo, si sus decisiones son compartidas por el mayor número de personas que profesan una misma doctrina moral y, por ende, son consideradas desde esa doctrina como moralmente correctas.
“Esa soberanía popular no requiere límites porque moralmente no hay minorías, políticamente no hay pluralismo y culturalmente no hay diversidad. Es, si se quiere, una pretendida maquinaria decisional para hacer de cualquier decisión una expresión política de unanimidad”
Igual sucede con la soberanía popular de la voluntad general de Rousseau. Es una concepción de premisa mayoritaria de tipo comunal porque solo bajo una hegemonía doctrinal, de cualquier signo, es posible confiar que las condiciones produzcan procesos deliberativos «para que la voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca». La república del ginebrino está compuesta de ciudadanos bajo la misma «profesión de fe puramente civil» cuyos preceptos son fijados por el poder soberano, quien podrá «desterrar a cualquiera que no las crea por insociable» y «quien se conduce como si no los creyese que sea condenado a muerte»[12]. Esa soberanía popular no requiere límites, a manera de preceptos universales que la regulen, porque moralmente no hay minorías, políticamente no hay pluralismo y culturalmente no hay diversidad. Es, si se quiere, una pretendida maquinaria decisional para hacer de cualquier decisión una expresión política de unanimidad.
El dilema habermasiano
Las sospechas sobre la premisa mayoritaria «comunal», típica de las concepciones ilimitadas de la soberanía popular, tienen un tono de advertencia que no podemos seguir soslayando más. «La lectura comunal [de la premisa mayoritaria] suena misteriosa, y podría también sonar peligrosamente totalitaria», a pesar de que «los argumentos más poderosos a favor de la premisa mayoritaria presuponen una lectura comunal», concluye Dworkin. Estoy totalmente de acuerdo. Solo una concepción política totalitaria que procure una sociedad cerrada, donde se imponga una sola forma de vida comunitaria y colectivista, puede soportar una ilimitada soberanía popular como instancia para dirimir lo moralmente correcto. Por su parte, una concepción política democrática que procure una sociedad abierta, donde el pluralismo político y diversidad cultural emerjan como resultado de las instituciones de la libertad individual, requiere otro tipo de premisa mayoritaria claramente delimitada en sus atribuciones y competencias. Los socialistas no logran ver la diferencia entre ambas soberanías porque siguen aferrados a la creencia de que es posible planificar la vida de los demás, desde un dogma que abrazan como «verdad», descrito magistralmente hace décadas por Karl Popper[13]. Los republicanos, por su parte, entienden la crítica y la exigencia liberal sobre la soberanía popular, porque quieren seguir debatiendo en seriosobre los retos y amenazas de la democracia constitucional. Hacen importantes aportes en esa dirección, meritorios de críticas y comentarios, que consideraré en futuras entregas.
«El supuesto dilema, creo, es que mientras los derechos humanos no se pueden imponer externamente en el ejercicio de la autonomía política en un régimen democrático, dicha autonomía, por grande que sea, no puede violar legítimamente aquellos derechos humanos mediante sus leyes»[14].
Quedará entonces examinar esta principalísima cuestión con quienes se preocupan por mantener el delicado equilibrio entre la participación y autonomía política de los ciudadanos, constitutivos de la soberanía popular, por un lado, y los derechos y libertades individuales de la autonomía de la persona moral, por el otro, a fin de concebir una soberanía popular acorde a los tiempos que corren y garante de la pluralidad política y la diversidad cultural. Una concepción que afronte, sin ambages ni estrecheces, el dilema formulado por Habermas que Rawls, mejor que nadie, reconoció en el «Epílogo a la cuarta edición» de Facticidad y validez: «El supuesto dilema, creo, es que mientras los derechos humanos no se pueden imponer externamente en el ejercicio de la autonomía política en un régimen democrático, dicha autonomía, por grande que sea, no puede violar legítimamente aquellos derechos humanos mediante sus leyes»[14]. Abordar ese dilema a favor de la causa de la libertad, en el contexto de nuestras naciones, es tarea impostergable del pensamiento liberal latinoamericano.
[1]Jean Jacques Rousseau, El contrato social, Ed. Tecnos, Madrid, 1988, pág. 17. La única referencia a los límites del poder soberano se encuentra en su Libro II, Capítulo IV, donde se refiere a la equidad como el principio rector procedimental: «Vemos así que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no excede ni puede exceder los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que, en virtud de esas convenciones, le han dejado de sus bienes y de su libertad. De modo que el soberano jamás tiene derecho a infringir más cargas a un súbdito que a otro, porque entonces, al adquirir el asunto un carácter particular, su poder deja de ser competente», Ibid., pág. 33, cursivas mías. En pocas palabras, el soberano no puede transgredir lo que ya ha convenido para los hombres, hasta que una nueva convención, gracias a su soberanía, imponga un nuevo límite a sus bienes y su libertad. Establecida la convención, procurará que sea «igualitaria» para todos.
[2]La noción la usa John Rawls para distinguir los tipos de justicia procesal, haciendo énfasis en ese tipo de justicia, que sólo se obtiene mediante el resguardo del procedimiento, porque carece de criterios a prioride lo justo. Cfr. Teoría de la justicia, F.C.E., México, 1997, págs. 88 y ss. Un ejemplo es la justicia electoral: será justo el resultado que sea obtenido bajo el estricto cumplimiento del procedimiento, indistintamente de que sea electo tal o cual candidato o partido.
[3]Rousseau, Op. Cit., pág. 29.
[4]Considerado por Rawls un requisito fundamental para preservar la deliberación pública exenta de consideraciones particulares, cuando se trata de alcanzar consensos constituyentes. Cfr. John Rawls Justicia como equidad. Una reformulación, Ediciones Paidós, Barcelona, 2002, págs. 39-40.
[5]Rousseau, Op. Cit., pág. 29.
[6]«Pero cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación general, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general, con relación a sus miembros, y en particular, con relación al Estado; se puede decir entonces que ya no hay tantos votantes como hombres sino asociaciones. Las diferencias se reducen y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de las asociaciones es tan grande que prevalece sobre todas las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; entonces no hay y voluntad general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular», Ibid.,pág. 29.
[7]Ibid., pág. 30.
[8]Carlos Nino, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa editorial, Barcelona, 1997, págs. 154 y ss. Rousseau por su parte afirmó «lo que generaliza a la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás; acuerdo admirable del interés y la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad», Op. Cit., pág. 32
[9]Ronald Dworkin, «La lectura moral y la premisa mayoritaria», en Democracia deliberativa y derechos humanos, Gedisa Editorial, Barcelona, 2004, págs. 101-104.
[10]Ibid., pág. 120.
[11]En la base de la acepción de «comunal» de Dworkin puede articularse la distinción rawlsiana entre comunidad y sociedad: «Yo creo que una sociedad democrática no es una comunidad ni puede serlo, entendiendo por comunidad un cuerpo de personas unidas en la defensa de la misma doctrina comprehensiva o parcialmente comprehensiva. Semejante cosa la hace imposible el hecho del pluralismo razonable que caracteriza a una sociedad con instituciones libres», Rawls, Justicia como equidad. Una reformulación, Op. Cit.,págs. 25-26.
[12]Rousseau, Op. Cit., págs. 138-139.
[13]Cfr. Karl Popper, La miseria del historicismo, Alianza Editorial, Madrid, 1973.
[14]John Rawls: «Réplica a Habermas», en Jürgen Habermas / John Rawls: Debate sobre liberalismo político, Ediciones Paidós, Barcelona, 1998, pág. 118. El dilema en toda su extensión puede verse en Jürgen Habermas: Facticidad y validez, Editorial Trotta, Madrid, 1998, pág. 653.