Los venezolanos tienen un desencanto general con lo que genéricamente se denomina “la política”. Tirios y troyanos, valga decir oficialistas y opositores, centristas y extremistas, moderados y radicales, poco confían en la palabra, lineamientos o decisiones que provienen del mundo político venezolano, menos aun si la vinculación es partidista. Incluso, coincidiendo la palabra de “la política” y/o el discurso de “los políticos” con sentires y quejas del común se crea intencional o inopinadamente un distanciamiento que por lo general la propia gente cuida y preserva, cuando no pocas veces desata una injusta diatriba: hay en un grado apreciable un prurito de verse identificado con el “discurso político”, con las opiniones de los líderes reconocidos. Y sospecho que tal sentimiento es igual de intenso a la política del vocero opositor como a la del chavista o madurista -al oficialista- aunque en este caso la repulsa es con sordina ¿Hay en progreso una vuelta de la antipolítica o existe un clamor no oído, un cambio obligado en gestación del rol aceptado de la política y sus líderes?
La aparición de la antipolítica (entendida como una insatisfacción o desalineación entre el nivel esperado de respuesta de dirigentes frente a las exigencias de los dirigidos), hace unos 30 años, fue una reacción al partidismo; contra la relación pendular AD-COPEI en el control del poder en un sistema electoral poco participativo de distribución proporcional del voto. Si bien la representación política popular se asentó en la intermediación partidista -lo cual es lógico- la escogencia se redujo a una selección del partido (que es una muy limitada representación del colegio electoral), y hasta a una designación del directorio regional o nacional; por lo que el representante (diputado, concejal, gobernador, etc.) carecía de representatividad: la comunidad terminó convencida que su voluntad pasaba a un segundo plano, superada por intereses partidistas, particulares y mezquinos, generándose una disfuncionalidad entre el órgano político representante y los representados que denominaremos disfuncionalidad estructural en la representación. Más para mal que para bien se abrió la puerta a una inédita forma de encarar la relación representación política-voluntad social: la antipolítica.
Hoy sigue siendo -la antipolítica- una disfuncionalidad estructural que afecta -por un lado- la representatividad de gobernantes frente a gobernados, en un marco de (in)gobernabilidad autoritaria que condena al régimen a un precario 20% de aceptación; y, por el otro, cuestiona la eficacia del ejercicio opositor frente a la confianza (en niveles de mayoría) entregada en actos comiciales y en esfuerzos masivos de demostraciones y confrontaciones con el régimen: “la salida” el 2014, “la resistencia” el 2017 y la abstención en las recientes presidenciales son claras expresiones de disfuncionalidad estructural que han puesto a la política opositora contra la pared, más allá de sus patéticos resultados. Pero ya no es un acto contra los partidos como hace 30 años sino una interpelación crítica contra la producción del liderazgo establecido, y (mejor aún) en un contexto que es resultado de una “refundación”, como subtitularon los marxistas y militares del 4F su pronunciamiento, que se suponía era el “súmmun” de la antipolítica.
Esa producción reclamada está a la vista -por contraste- de los resultados del régimen del “socialismo del siglo XXI” o del castrochavismo, achatarrado y “cansado” en manos de Maduro: empobrecimiento extremo que supera largo los niveles registrados en el último decenio de la democracia representativa; y perversión de los valores y mandamientos de la Constitución del 99 y del concepto republicano de gobernar.
Esa anti producción política generada por el chavismo no ha encontrado un contrarrelato (y para algunos sí un correlato) en la oposición en términos de una producción política que efectiva -¡y eficientemente!- haya resultado en un cambio del régimen político, dando por entendido que todos, o casi todos, asumimos la CRBV. A cuatro lustros del exitoso triunfo de la antipolítica -por la alianza contranatura de los náufragos: la burguesía reaccionaria antidemocrática, los marxistas esmirriados y el militarismo- queda al desnudo que ni el partidismo aprendió la lección de entender la política como servicio público ni los revolucionarios con su “ideología de reemplazo”, devenida en dictadura “kakistocrática”, se resignan a su fracaso histórico. La disfunción estructural de la representación incuba, hoy, un cambio político que bien podría ser un triunfo de la antipolítica en la acepción -ya aceptada- de una nueva forma de hacer política: transformacional, orientada a propósitos de cambio democrático, compartida y concertada, comprometida y desprendida en tanto y cuanto su producción y logros abatan el régimen y procuren el desarrollo y la gobernabilidad.
*Justo Mendoza, doctorado en Estudios Políticos, ULA