Ha llegado septiembre y el año 2018 entra en su ocaso, pero aquí seguimos inmersos en el mismo cuento. Sea el “Chávez esto o Chávez lo otro” o el “Maduro esto o Maduro lo otro”, lo que hay detrás de tanta cháchara es un país cuya ruina pareciese no tener fondo. La dura realidad que estamos enfrentando es la de una Venezuela que con cada hora que pasa se vuelve cada vez más irreconocible. Sabiendo esto, lo propio de nosotros, como amantes de nuestra tierra, debería ser estar imbuidos de una rabia animal que nos impulse a rebelarnos ante la miseria inducida. Sin embargo, esto no pasa. El silencio cunde. La vida sigue. El show continúa.
Por Juan Carlos Rubio
En tiempos recientes pareciese ser que los venezolanos estamos hechos para fracasar en los momentos claves. Muchos, y con razón, imputan tales fracasos a una gran parte de la dirigencia política opositora que, en el peor de los casos, es servil al régimen y, en el mejor de ellos, es cobarde e incompetente. No obstante, hay que admitir que los venezolanos hemos sido víctimas perennes de una suerte de borreguismo. Hemos necesitado de cúpulas para movernos en masa. Hemos creído ciegamente en líderes políticos sin exigir que nos rindan cuentas. Hemos, tal como lo hicimos con Hugo Rafael Chávez Frías, buscado un nuevo redentor con ínfulas de todo poderoso para resolver nuestros problemas.
Ahora bien, a la fecha, pareciese que los venezolanos tuviésemos una aceptación tácita de que “fracasamos y ya”. A pesar de la perseverancia y la resiliencia que nos caracteriza, hay un extraño sentir de que la guerra se perdió, los malos ganaron y hay que adecuarse al hecho de que ellos mandan. Así es como tantos se dirigen apaciblemente a sacarse el Carnet de la Patria, todos hablan de bolívares soberanos y cada uno vive al día sin un futuro con el cual soñar. Habiendo dicho esto, es de aclarar que sí hay liderazgos haciendo la diferencia y sí hay ciudadanos que protestan por sus derechos, pero, afrontémoslo, las mayorías están como si el asunto del país no fuese con ellos; tal es la fuerza mancomunada de la costumbre y la evasión.
Aclarado lo anterior, los venezolanos, ya que es lo más humano que hay, siempre tendrán alguna chispa de esperanza sobre el porvenir. El problema en ello es que son una minoría los dispuestos a tomar las riendas para inducir un cambio drástico en el país, el resto estamos esperando por algo, lo que sea, que se dé de la nada y por fin nos libere de las cadenas de la locura que inició hace veinte años atrás. “Si solo fuese fácil que nos intervengan porque en estas horas somos el mayor problema de toda la región americana”. Así es como muchos, lo aceptemos o no en público, pensamos respecto a una solución para el país.
Es duro decirlo. Pero el hecho de que estemos pensando así es porque nos consideramos incapaces de defenestrar el mal que nos está carcomiendo. El enorme éxodo migratorio es el mayor ejemplo de ello. Estos son ciudadanos que, justificadamente, quieren algo diferente para sus vidas y que dijeron “ya basta”. Puesto en otras palabras, estos son los venezolanos que se cansaron de esperar por un cambio que nunca parece darse.
Esta situación es muy triste y genera mucha impotencia porque estamos atravesando los peores momentos del régimen mientras que el pueblo llano yace apático en la espera de un milagro. Las protestas diarias en Venezuela no pasan de ser escaramuzas. La actividad partidista de agitación social carece de poder de convocatoria. Antes nos quejábamos de que no había estrategia o planificación cuando teníamos la acción popular de masas, pero por lo menos había indignación considerable. Hoy, tal como seres comatosos, ni reaccionamos ante tanta desfachatez que ocurre a diario.
Ciertamente, nosotros necesitamos ayuda de los poderes internacionales para hacer frente a la primera narco-tiranía que el mundo ha visto. Incluso así, es inaceptable que pareciese haber más preocupación por cambiar las cosas por parte de extranjeros que por parte de nosotros mismos. Esto es demostrativo del nivel de impotencia y pasividad a la que hemos llegado como colectivo. Es casi como si fuésemos un manojo de esclavos que hasta les cuesta mantener la frente en alto. Cómo va a ser posible que un país que nació aclamando las libertades ciudadanas haya sido reducido a una sociedad que parece querer conformarse con que otras naciones se apiaden de ella. La sola conformidad es inútil. La sola espera es fútil. Debemos poner de nuestra parte, porque de lo contrario lo único que ocurrirá es que las cadenas en nuestros tobillos se volverán más gruesas.