Suben el páramo ateridos de frío, asustados por las historias de los que han fallecido de hipotermia. Niños y adultos que no pudieron resistir la dureza de una travesía para la que no estaban preparados. Para la mayoría, es la primera vez en su vida que se enfrentan a una cordillera andina y a temperaturas gélidas. Muchos ni sabían que existía ese tipo de parajes, sólo conocían las calurosas llanuras de su tierra, publica El Mundo.
Por SALUD HERNÁNDEZ-MORA Pamplona (Colombia)
“El camino de la muerte”, lo bautizó Leonor Peña, una venezolana que huyó de su país y se afincó en Pamplona, Norte de Santander. La noble villa, fundada por españoles en 1549, es la puerta de entrada al páramo de Berlín -3.200 metros de altura y temperaturas de hasta menos 15 grados-, y la primera etapa del penoso peregrinaje que emprenden los emigrantes venezolanos en su huida de la dictadura chavista.
Inician la andadura en Cúcuta, tórrida ciudad fronteriza, capital del departamento y el acceso más concurrido a territorio colombiano. Aparecen en vaqueros y camiseta, con mochilas y maletas a cuestas. Los primeros 75 kilómetros los recorren bajo el mismo sol aplastante que han conocido desde infantes. No pueden permitirse el lujo de coger transporte. Ahorraron en su país como hormiguitas y al cambiar los bolívares por pesos constataron lo que sus dirigentes niegan: su moneda no vale absolutamente nada.
Agotados y al borde de la deshidratación, logran llegar a Pamplona y ahí empieza el verdadero calvario que planean terminar en Ecuador, Perú o Chile. Deben andar porque no cuentan con el equivalente a 83 euros, precio de los autobuses que comercializan el viaje de emigrantes hasta la línea divisoria con Ecuador; o los 128 que cuesta alcanzar la frontera peruana.
“Tengo 70.000 pesos (20 euros) para ir a Ecuador”, dice Johana Navarro, de 28 años. Pensó en dicha nación porque el dólar es la moneda oficial, pero nadie la aguarda ni ha decidido en qué ciudad recalará. “Salí hace tres días de mi casa y estuve a punto de volver porque me sentí muy sola”, relata y se le aguan los ojos. “Tengo dos hijos y me cansé de esperar de brazos cruzados a que el Gobierno me regale una comida, ya no hay donde trabajar. Por suerte me encontré con unos paisanos en la carretera y sigo adelante. Para atrás, ni para coger impulso”.
Unos amigos le advirtieron sobre el Berlín y le dieron medias y una cazadora. Sus compañeros de travesía desconocían las condiciones de la ruta y no tienen ni un jersey. “Vayan donde la señora Marta en Pamplona, que ella les regala ropa gruesa. O pregunten por doña Leonor, que es venezolana y los ayuda”. El consejo los tranquiliza.
Y es que la ignorancia sobre la geografía que deberán recorrer hacia un destino mucha veces incierto, unido a la falta de recursos, agudiza la odisea. Nada más alcanzar Pamplona les sorprenden las bajas temperaturas y lluvias frecuentes. Pernoctar a la intemperie se torna una tortura, máxime sin ropa de abrigo ni mantas.
“Salen desnutridos de Venezuela porque llevan dos tres años sin comer bien y al cambiar los bolívares se dan cuenta de que no les alcanza para nada”, explica Leonor. “En ese estado de desgaste, van a pie hasta Pamplona, donde la Cruz Roja hizo una brigada de salud y casi todos los niños ya tenían bronquitis. De ahí siguen al páramo”.
“Aquí ayudar es un riesgo”
Marta Duque observaba cada noche el aluvión de emigrantes camino de las montañas. Les veía acurrucarse en cualquier recoveco, ateridos de frío, niños, bebés, sus madres sufriendo por ellos, hasta que no soportó más ser testigo silencioso de la tragedia. Convenció a su marido de convertir la cochera en dormitorio de paso para mujeres y pequeños. Consiguió mantas y algunas colchonetas de gomaespuma en las que cada noche se apiñan una treintena para dormir antes de reemprender la marcha. Un vecino se apiadó de los hombres y les montó unas tiendas de campaña con plásticos.
El miedo de Marta es que le cierren el lugar de acogida por no reunir condiciones y le sancionen por dar techo a emigrantes. “Ya me lo han advertido. Será que prefieren que se mueran en la calle”, protesta. “Aquí ayudar es un riesgo”, aunque seguirá haciéndolo.
La ropa de invierno la aportan Leonor y un conjunto de mujeres de Pamplona que la recogen entre voluntarios y amigos. Leonor, además, lucha contra las entidades públicas, que no hacen nada, ni siquiera ACNUR (Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados). Intentan que asuman su responsabilidad, empezando por el hospital local.
A él fue a parar Yoxálida Pimentel, 27 años. “Caminamos los 75 kilómetros desde Cúcuta, empecé a sangrar y me dio fiebre. No sabía que estaba embarazada de un mes y lo perdí. Tengo tres hijos, uno con rinoplastia renal, y me tuve que venir porque ya no hay medicamentos para él en Venezuela”, recuenta con nostalgia y tristeza. Esperará un par de días a recuperarse para comenzar la escalada al Berlín.
A 63 kilómetros de Pamplona, en pleno páramo, Leonor, que va en coche para socorrer a sus compatriotas, da con un puñado de hombres y un niño. Oliver tiene 7 años y está resfriado. Pasaron la noche en una casa que les prestó el Ejército en pleno monte y ha cogido frío. Intenta sonreír a la cámara, junto a su tío. Al rato, un coche se detiene. Un matrimonio colombiano les ofrece galletas y bebidas. También el asiento de atrás para el niño y dos mayores. Saben que les pueden multar, igual que a los camioneros que se arriesgan a recoger migrantes, pero son incapaces de ver al pequeño andando.
“La caminata con el equipaje y la subida del páramo es muy dura y más para el niño y eso que nos dieron ropa”, anota Ibrahim González, con un nudo en la garganta. Se dirige a Quito, trecho que cubrirá casi todo a pie, para unirse a un hermano que encontró trabajo allí. Leonor le abraza y durante un rato los dos desconocidos lloran.
“Algún día regresaremos todos más fuertes a Venezuela”, dice entre lágrimas la mujer, que fue Premio Nacional de Gastronomía, poeta y escritora, y ahora, en su exilio, es soporte de compatriotas. “Entre todos haremos un país mejor. No duden que volveremos”.