Confieso ser cobarde a la hora de encarar los horrores del régimen de Maduro. La imagen del niño de 12 años con menos de 11 kg. de peso que murió de inanición, la del joven Vallenilla fusilado a sangre fría por un miserable soldado cuando ejercía su derecho a la protesta pacífica, los relatos de torturas y tratos viles a estudiantes presos y tantos más, me aplastan. Trato de evitar los detalles de cada nuevo vejamen. Porque son demasiados, muchísimos. Ahora son los miles de compatriotas que, a diario, huyen del hambre a pie por carreteras de países hermanos, muchas veces con niños, pero siempre sin dinero.
Pero no hay escapatoria de tanto horror, por más que se intente evitar sus imágenes. La inevitable pregunta es, ¿Por qué someter al pueblo a tanto sufrimiento, por qué tanta maldad?
Uno está acostumbrado a ver al crimen y al atropello a los demás como una anomalía, como algo que transgrede la convivencia entre humanos y que, por tanto, la sociedad busca castigar. Pero cuando la maldad se convierte en sistema, escapa de nuestra comprensión. Lo que podía parecer una infantilidad, que el sufrimiento de los venezolanos se debe a gente malvada, se convierte en realidad palpable que clama por su análisis como categoría. Es menester entender que la maldad se manifiesta como resultado de decisiones y acciones de quienes tienen poder sobre los demás. No existe a priori ni ocurre por accidente. ¿En qué condiciones se convierte la maldad en elemento distintivo de un régimen?
Ofrezco tres dimensiones para abordar esta pregunta, de ninguna manera excluyentes entre sí. La primera, sicológica, apunta a traumas personales que se expresan en la forma de resentimientos, odios y sed de venganza que terminan siendo descargados a través de actos de maldad. Es el caso de los sociópatas y sicópatas. Valga la confesión impúdica de Delcy Rodríguez: “la revolución Bolivariana es nuestra venganza personal”. No siendo experto en el tema, no añado comentarios.
La defensa de privilegios basados en injusticias, atropellos y/o despojos que afectan a otros, representa otra dimensión de la maldad. Es la maldad del gánster –o del potentado– que estamos acostumbrados a ver en películas y series televisivas[1]. El capo y/o sus mafiosos descargan su maldad sobre quienes interfieran con sus fuentes (ilegales) de lucro y posición social, o amenacen con hacerlo. Sin duda que el régimen de expoliación en que se convirtió la Revolución Bolivariana está en la base de extendidas maldades cometidas contra los venezolanos. La negativa a rectificar políticas que claramente han provocado hambre y muerte se debe a que éstas –la intervención discrecional del estado, los controles, expropiaciones y las normas punitivas–, son fuente de riquezas para las mafias militares y civiles que hoy depredan al país. Que ello se exprese en una pavorosa hiperinflación que empobrece drásticamente a las mayorías, que hayan destruido la empresa petrolera y provocado el colapso de servicios públicos básicos, causando gran malestar a la población, les rueda: ¡“El show –el saqueo—debe continuar”! Y como en todo saqueo lo que amasan unos es necesariamente en detrimento de otro(s), es menester someter como sea a quien se interponga. Los asesinatos cometidos por militares en la región minera de Guayana, en barrios populares con robo frecuente de enseres de la vivienda de la víctima, las confiscaciones de transportistas en aduanas o fronteras, y de negocios de todo tipo, son actos de maldad de este orden. Tales crímenes por parte de la fuerza pública revelaban antes grietas en el Estado de Derecho. Hoy se han convertido en sistema, amparado en la desaparición de todo contrapoder de supervisión y denuncia. Diosdado y El Aissami son figuras emblemáticas de ese sistema.
Por último, están las construcciones ideológicas, maniqueas, del fascismo, que “legitiman” toda acción requerida para aplastar a quienes amenazan las “conquistas” del pueblo. “Verdades” reveladas por la mitología, la Historia (con mayúscula) o por dogmas religiosos cerrados, presagian destinos providenciales que motivan la acción a su favor de sectas diversas. “El fin justifica los medios”. No hay freno moral, ético o, mucho menos, legal, que debe interponerse a su consecución. Más bien, la ética y la moral se determinan a partir de su funcionalidad para con el fin trascendental. Se disuelve toda referencia entre bien y mal, entre lo que es correcto y lo que es incorrecto, que no derive de aquél[2]. Por eso a la moral “revolucionaria” le hace cosquillas la observación de derechos humanos consagrados en la Declaración Universal de las NN.UU., en las legislaturas de la mayoría de los países y en los estatutos de tantas organizaciones internacionales, a pesar de constituir quizás la conquista más importante de la humanidad. Se le atribuye a Stalin haber afirmado que la muerte de un individuo es una tragedia, la de miles, una mera estadística. Las fuerzas inexorables de la Historia no se sujetan a pequeñeces.
Pero los que comandan el régimen de expoliación venezolano no necesitan creer realmente las sandeces que profieren para cometer sus maldades. Éstas cumplen dos propósitos: alimentan el odio y el espíritu de secta de sus seguidores, facilitando su regimentación en bandas violentas; y sirven para absolver conciencias. Cuando Maduro y los suyos niegan que el pueblo padece hambre o que la tragedia de su emigración masiva es un “montaje”, se amparan en un imaginario platónico en el que “el pueblo” no es la gente de carne y hueso que padece sus desatinos, sino un ente idealizado construido con base en clichés y embustes: “su” pueblo. El refugio en esa falsa realidad no solo facilita la evasión del horror que han urdido, sino que “justifica” las maldades cometidas contra los venezolanos.
Por último, como el fin justifica los medios, los sicópatas y sociópatas mencionadas arriba obtienen reconocimiento, siempre que rindan pleitesía a las verdades reveladas en los clichés. Sus perversiones se refuerzan con la absolución ideológica, construyendo un sistema de contravalores que sirve para reclutar a los peores. Los “malos”, que existen en toda sociedad, de pronto son los que mandan.
En Venezuela estas tres fuentes de la maldad se entrelazan y refuerzan entre sí. Maduro, bajo directrices cubanas, ha sembrado una mentalidad de guerra para justificar sus atropellos. De ahí la afinidad de militares inescrupulosos con el régimen, pero, sobre todo, por su complicidad en el saqueo de la nación. La formación militar, basada en la obediencia sin discusión, mandos autoritarios y el uso de la violencia (la muerte) como instrumento de acción, o la amenaza de ella, es fácil presa de embelesos fascistas.
El problema fundamental es cómo derrotar la maldad cuando ésta se convierte en sistema. Los testimonios recogen que Hitler, refugiado en su bunker ante el asedio de tropas soviéticas a las afueras de Berlín, echaba pestes al pueblo alemán porque no había estado “a la altura” de sus designios. Lejos de explorar posibilidades de rendición negociada, manda a reclutar adolescentes y a fusilar en el acto a quién intentase desertar.
Es menester aislar la manzana podrida de la maldad, derrotando los incentivos perversos que le dan beligerancia. La defensa de los derechos humanos y políticos que el régimen neofascista ha conculcado, y su conexión con las aspiraciones de los venezolanos por una vida mejor debe ser siempre el norte.
[1] En la medida en que acciones de guerra son vistas como respuesta a las injusticias del bando contrario –todo depende del lado desde donde se mire–, entrarían también bajo esta consideración.
[2] De ahí la famosa “banalidad del mal” con que Hannah Arendt acuñó la amoralidad con que Adolf Eichmann envió centenares de miles de judíos a su exterminio.
Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, [email protected]