Duró solo 33 días como Papa. Las tesis conspirativas rodearon su muerte y los silencios en el Vaticano las fortalecieron. La hipótesis del “envenenamiento”, los “corruptos” que no lo querían y la autopsia secreta de la cual nunca se reveló el resultado final. Conozca qué dijeron los testigos de sus horas finales, según Infobae.
Por Matías Bauso
Albino Luciani tenía 66 años y era uno de los hombres más poderosos del planeta. Todo el mundo (literalmente todo el mundo) lo conocía por su nombre de fantasía. Y por su sonrisa.
Al verlo aparecer por primera vez en el balcón del Vaticano, los medios se apresuraron por encontrarle un apelativo que lo distinguiera. En un territorio hosco, poco propenso a las alegrías, que arrastraba quince años de mandato de Pablo VI, la cordialidad de Luciani llamó la atención. Fue así que rápidamente, pero por poco tiempo, Juan Pablo I pasó a ser conocido como El Papa sonriente o La Sonrisa de Dios.
Duró sólo 33 días como Papa. Cuarenta años atrás, la madrugada del 28 de septiembre de 1978 fue encontrado muerto en su cama. Luego de la consternación inicial (para mí, que apenas tenía seis años, no había nada más frágil y efímero que un Papa: todos los meses había uno nuevo), se impuso el estado de sospecha. Las teorías conspirativas fueron ganando espacio y en la opinión pública se fue instalando la convicción de que Juan Pablo I había sido asesinado.
Albino Luciani batió varios récords en su corto papado. Recién en ese 1978 (el último año de tres papas) ocupó el cargo máximo de la Iglesia un hombre nacido en el siglo veinte. Fue también el primero en usar un doble nombre homenajeando a sus más inmediatos antecesores, Juan XXIII y Pablo VI. Y fue el último de los papas italianos luego de cuatro siglos. Tras su muerte se acabó la hegemonía italiana. Los siguientes serían un polaco, un alemán y Francisco, un argentino.
Luciani no llegó al cónclave como uno de los favoritos. La atención estaba puesta en otros dos italianos que representaban vertientes opuestas. Los conservadores, cuyo candidato era el obispo de Milán, que apelaban por la vuelta a las raíces y por obturar cualquier posibilidad de apertura, por un lado; por el otro, los que querían profundizar el camino del Concilio Vaticano II.
Queda claro que ninguno de los dos proponía una revolución. En algún momento de las votaciones pareció que un brasileño, Aloisio Lorscheider, prominente representante de la Teología de la Liberación, era un firme candidato. Pero era un nombre demasiado radical para esos tiempos. Así fue como, casi por sorpresa, apareció el nombre de Luciani. Una figura afable, alejada de los extremos, confiable. La leyenda que se perpetuó dice que cuando le informaron que iban a votar por él, Luciani trató de desalentarlos, de convencerlos de que estaban cometiendo un error.
Su papado, dada su corta duración, no dejó huella estructural ni en la Iglesia ni en el mundo exterior. Posiblemente su mayor legado haya sido desistir de la ceremonia de coronación (optó por una misa) y de utilizar la silla gestatoria, en la que llevado por cuatro personas era paseado en lo alto (aunque diez días después la utilizó -fue el último Papa en hacerlo: después apareció el Papamóvil- porque el público se quejó de que se perdía entre la multitud y no podían verlo).
Esos fueron símbolos de un intento por dejar de lado el lujo habitual, de mostrar una imagen de mayor humildad. También descubrió que las finanzas del Vaticano y algunos asuntos internos estaban desacomodados. El largo período de Pablo VI y su avanzada edad habían servido para que varios hicieran negocios espurios y para que se pudieran mover sin que nadie los controlara demasiado.
Así, se suele afirmar, Juan Pablo I estaba preparando una serie de cambios entre los obispos y cardenales de mayor poder para poder tener el manejo de la situación y para terminar con la corrupción. Era un peligro potencial para los corruptos.
Sin embargo, no pudo hacer nada de eso. Murió antes de hacer esos nombramientos y despidos pocos días después de cumplir un mes como máximo pontífice.
La versión oficial del Vaticano indicó que un ataque al corazón lo abatió mientras dormía apenas empezaba el 28 de septiembre de 1978. Que fue encontrado por su secretario personal en su cama, mientras en una mano sostenía un libro abierto.
Los rumores comenzaron a arreciar. Las primeras sospechas se basaron en los movimientos confusos y en los datos inexactos brindados por el Vaticano. Se dieron varios horarios de muerte; al poco tiempo tuvieron que reconocer que quien lo encontró fue una monja que lo asistía (la Iglesia se resistía a reconocer que una mujer podía tener acceso a los aposentos papales); se apuraron los tiempos del embalsamiento; y no se precisó si se realizó o no autopsia.
Todos los rumores que fueron tomando forma y creciendo en esos años, explotaron en 1984 cuando el periodista David Yallop publicó En el nombre de Dios, un mega best seller de no ficción (de esos que ya no ocurren) que sostenía la tesis del asesinato.
Yallop logró convencer a millones de personas que Juan Pablo I fue envenenado. Era un cocktail que incluía al cardenal Marcinckus, encargado de las finanzas del Vaticano (luego ascendido por Juan Pablo II), al obispo que era el principal asistente del Papa, a la logia P2, a Licio Gelli, al Banco del Vaticano y al Banco Ambrosiano. Era un cocktail muy verosímil.
Pero Yallop (cualquiera que haya leído otro de sus trabajos lo entenderá con facilidad) no era demasiado propenso a la investigación metódica ni a aceptar datos que pudieran poner en duda sus hipótesis. Sugestivamente sus principales fuentes al momento de la publicación del libro estaban muertas o eran desconocidas. Lo que parece haber sucedido tanto con Yallop como con otros investigadores que sostienen la teoría del homicidio es que tuvieron más fe (al fin al cabo era un asunto eclesiástico) en su intuición y en una historia contundente que en las pruebas y en los hechos.
El año pasado aparecieron una serie de trabajos que citan los testimonios de las monjas que lo encontraron, de colaboradores y familiares que cuentan otra versión. Dicen que la tarde anterior había tenido un fuerte dolor en el pecho durante cinco minutos pero como se le había pasado decidió seguir trabajando sin llamar a su médico; también hablan de algunos antecedentes cardíacos en Luciani y de al menos tres casos de muerte súbita entre sus familiares más directos.
La monja que lo asistía contó que le dejó su café como siempre a las 5.30 hs pero, diez minutos después, al descubrir que el Papa no había salido de su habitación lo llamó. La Hermana sostiene que ingresó a la habitación del pontífice y que lo encontró acostado con un papel en la mano con los anteojos puestos, la cabeza ladeada y su sonrisa de siempre. Los brazos estaban afuera de las sábanas. La monja pensó que Luciani le estaba jugando una broma pero cuando vio que no respondía llamó de urgencia al doctor que ya no pudo hacer nada. Esta es ahora la versión oficial de la Iglesia. Tan improbable o tan incomprobable como la de los conspiracionistas.
Fuentes oficiales del Vaticano sostuvieron que le realizaron una autopsia pero nunca informaron los resultados.
Muchos creen que la clave se encuentra en los papeles que Juan Pablo I tenía en sus manos. Hay quienes dicen que era un listado con todos los obispos miembros de logias masónicas que serían expulsados en los siguientes días; otros creen que era la nómina de los que ocuparían los nuevos cargos vaticanos.
Para sostener que fue envenenado (teoría que parece abonar también El Padrino III: entran con un te a los aposentos papales y luego este muere) es vital la imagen que se fue esculpiendo de Juan Pablo I como alguien algo ingenuo, que se encontró en un mar de corrupción sin sospecharlo, con un espíritu reformista inclaudicable (versión que también parece seguir Patti Smith que le dedicó su tema Wave). Sin embargo, parecen olvidar que Luciani había sido obispo, cardenal y hasta Patriarca de Venecia. Conocía los entresijos del poder eclesiástico, su virulencia y hasta había sido parte de ellos.
Por otro lado sus intervenciones públicas en los últimos quince años no habían contradicho ninguno de los grandes dogmas de la Iglesia en temas como el divorcio, aborto, la homosexualidad y demás asuntos similares. Sólo se diferenció al hablar de los métodos anticonceptivos pero tampoco con una postura radical. Por todo ello esa imagen de Juan Pablo I como figura revolucionaria no encuentra demasiado asidero en la realidad.
Como todo gran evento internacional, este papado fugaz tiene su conexión argentina. Con motivo de su misa inaugural se produjo una crisis en la Junta Militar. Videla ya era el presidente, el cuarto hombre. Por lo tanto Massera, Viola y Agosti quisieron impedir que este viajara. Lo tuvieron esperando casi una hora en la antesala de donde estaban reunidos. Massera fue el que le informó que no viajaría dado que era un asunto de Estado y eso le correspondía a algún miembro de la Junta. Y no a Videla que se encargaba de los asuntos de gobierno.
A Videla no lo conformó la diferencia semántica. Sólo pensaba en que su esposa se había hecho un vestido para la ocasión y que no se perdería la asunción papal por nada del mundo. Amenazó con renunciar si no lo dejaban volar a Roma. Los miembros de la Junta cedieron. Y el dictador Videla con su traje de gala blanco tuvo su foto con el Sumo Pontífice.
Hay testigos que sostienen que mientras se producía la ceremonia oficial exiliados argentinos soltaron globos acusando a Videla de asesino y que alguno de ellos cayó cerca del asiento del presidente de facto.
Pasaron cuarenta años y no se despejaron las dudas. Aprovechando la efeméride, el número redondo, aparecerán otros libros que sostendrán una u otra versión. A la gran mayoría del público no le interesarán: ya tienen opinión formada, ya nada los podrá convencer, según el caso, de que se trató de una muerte natural o de un envenenamiento.