Ya se están diluyendo todas las expectativas creadas en las filas revolucionarias sobre la visita de Maduro Moros a Nueva York, desinflándose el mito de la autoridad moral que, con la sola presencia de sus portadores, se impone. Simple, porque no la hay, hizo sin gloria alguna su pasantía por la tribuna de oradores de la ONU: ni siquiera hubo curiosidad por ver de cerca al orador, pues, demasiado se sabe de las penas que ha ocasionado en su país: es excesiva la distancia con el Fidel que tocó, en sus tiempos iniciales, la ciudad para atraer a propios y extraños, gracias al formidable favor que le hizo Herbert Matthews para The New York Times y a la demencial locura – porque las hay lúcidas – de los famosos cohetes.
Estados Unidos es un país bien raro, porque el despreciado dictador venezolano se dio la mano con el cubano para visitar la Iglesia Riverside-Harlem y montar un alboroto que quiso hacerse noticioso. Se supone que ambos debían únicamente acudir a la 73º Asamblea General de la ONU y devolverse, pero se dieron el tupé de visitar un lugar distinto y de celebrar con la concurrencia, bajo la celosa protección de los servicios orientados desde Washington, imaginándonos el donativo respectivo para una comunidad religiosa (sí, puede decirse, Maduro y Díaz-Canel fueron a misa), e interesadamente negra.
No pasaría algo semejante con Trump en Caracas, obligado a un evento de carácter internacional que le permita, en horas de la tarde, meterse en una cancha de basquetbol del barrio La Bombilla, mitinear a la audiencia señalando con el dedo a Miraflores, cundido el sitio por toda la prensa mundial. Además de arengados los petareños, aplaudirían el donativo de comida y de medicamentos que tanto les falta, incapaz nuestra policía de resguardar al visitante.
Hay perros que ladran y no muerden, los que muerden y no ladran, pero también los que hacen una y otra cosa, incluso, a la vez. Me queda por averiguar si a los pastores de la Riverside-Harlem, sólo les contenta esta suerte de turismo político por un gesto más de ingenuidad que convicción o, peligrosos, digieren sin ni siquiera masticar.