Exilio de ida y vuelta: Escaparon a Venezuela por la guerra en Colombia y regresan huyendo de la persecución chavista

Exilio de ida y vuelta: Escaparon a Venezuela por la guerra en Colombia y regresan huyendo de la persecución chavista

Las personas cargan sus pertenencias mientras cruzan la frontera del río Táchira con Venezuela hacia Colombia, cerca de Villa del Rosario en agosto de 2015 cuando fueron expulsados por Maduro (Foto Reuters)

 

 

Ana Teresa Castillo, una de los más de 400 mil exiliados colombianos por el conflicto armado, contó a Infobae el drama del desplazamiento, su huída al país vecino para salvar la vida, y su regreso forzado por las fuerzas bolivarianas.

Por Adriana Chica

Cinco desplazamientos, un asesinato, una violación múltiple y un regreso forzado. Así resume su vida Ana Teresa Castillo, una de los 400 mil colombianos que cruzaron las fronteras para salvar sus vidas de la guerra, entre 2000 y 2012. Aunque hoy la historia se revierta, hace décadas Venezuela fue el refugio de las víctimas colombianas del conflicto armado, pero entrada la crisis del gobierno de Nicolás Maduro repitieron la tragedia del exilio. Su historia da cuenta de ello.

Ana venía de las tierras que vieron nacer la fantasía del Macondo de García Márquez, del Difícil, un municipio que comparte vías con Aracataca, en el Magdalena. Aunque en el campo nadie distinguía esos límites. “Todos éramos familias campesinas, que por alguna razón estábamos conectados”, dijo. Para ella fue más fácil explorarlo así, porque su abuelo materno fue cuatro veces alcalde del pueblo.

Allá nadie tenía riquezas, pero tampoco pobrezas. O lo fue así hasta que la violencia entró al departamento. “Primero veíamos gente uniformada, ni sabíamos quiénes eran, pero no se prestó mucha atención antes de que empezaran las confrontaciones”. Cuando distintos grupos armados llegaron a imponerse, la población civil era acusada de ayudar a uno o al otro, solo incluso si llegaban hasta sus casas por un vaso de agua.

Eso le sucedió a la mamá de Ana por entregar -obligada del miedo- algunos productos de sus cultivos; la amenazaron de muerte. Sin más, tuvieron que abandonarlo todo señalados falsamente de colaborar, ni saben con cuál grupo. Llegaron a Norte de Santander, y fue la época en la que se separó de su familia, huyendo de un compromiso matrimonial impuesto con un señor de 55 años que la había ‘comprado’ a sus padres.

Para entonces tenía 15 años, y se fugó a Bucaramanga con su primer esposo, de 28. “Las únicas que se venden son las vacas”, dijo riendo. “Ahí comenzó mi suplicio. Al irme Rafael se volvió agresivo, una vez me tiró contra la pared cogiéndome del pelo. Perdí un niño de 8 meses. Y finalmente me separé”. Con dos hijos pequeños se aventuró hasta Aguachica, Cesar, de regreso a una costa Caribe aun asediada por la violencia.

Pero Ana siempre quiso luchar e ingresó a la Junta de Acción Comunal, donde conoció a su último esposo, el vicepresidente. Ambos lideraban procesos a favor de las víctimas y contra el reclutamiento de jóvenes. Eso a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) no les gustó, primero asesinaron al presidente de la Junta, y antes de que los mataran a ellos también, decidieron abandonarlo todo, otra vez, y comenzar de nuevo en la vereda La Gabarra, de Tibú (Catatumbo).

Una amiga que se había desplazado antes los recibió como socios en el único restaurante del municipio. “Allá también había mucha guerra. Había gente de la misma comunidad a la que todos les pagábamos por avisar la llegada de los ‘paras’. Apenas se daba la señal todo el mundo cerraba sus casas y negocios”, contó Ana a Infobae. Pese a las precauciones, lo perdieron todo en la masacre de mayo de 1999.

Unos 200 paramilitares del Bloque Catatumbo viajaron desde Urabá en camionetas, hicieron un reten en la carretera que comunica el casco urbano de Tibú con el corregimiento de La Gabarra, para que nadie entrara. Y con lista en mano asesinaron a más de 10, frente a sus familias. Aunque el objetivo era sacar al ELN y a las FARC, que controlaban las rutas de la droga por Venezuela. En ese momento todos abandonaron sus fincas, muchos cruzaron la frontera y otros, como Ana, se desplazaron a otra región.

“Llegamos a San Diego -corregimiento de Samaná, en Caldas-. Montamos un restaurante y nos iba super bien. Pero llegó otra masacre, esta vez de las FARC, y por el mismo control del negocio ilícito. Esa zona era cocalera y había minas, entonces era muy disputada por la plata que generaba. Otra vez nos tocó desplazarnos, a Anorí, Antioquia. Y allá fue la peor experiencia, lo más cruel y duro”, expresó Ana.

Volvieron a abrir el restaurante en ese municipio. Una mañana se les presentaron hombres armados del Frente 36 de las FARC, sin mediar palabra les cogieron la comida de las mulas, las ollas con el almuerzo que preparaban para la venta, las verduras de la despensa, todo. “No nos quedó nada, y no podíamos reprocharles. Y entonces, al día siguiente llegaron los ‘paras’…”. Para Ana es difícil contarlo, es el episodio de su vida que más quisiera olvidar. Así que lo dice sin muchos detalles.

“Prendieron la casa, hasta los papeles los perdí. Pero antes, se llevaron a mi compañero de vida y lo desaparecieron, al tiempo me enteré que estaba muerto. Y a mí… siete hombres me violaron. Me marcaron para toda la vida, fue horrible, le quitaban el cuero de la piel con sus dientes. Sufrí mucho. Y así, tocó seguir, porque qué más se hacía”. Estuvo unos días acogida en el colegio del pueblo, y su hijo mayor la convenció de irse a Venezuela, donde él ya vivía cómodamente hace unos años.

El inicio de otro exilio

Con una colchoneta, seis mudas de ropa y acompañada de su hijo menor, Ana cruzó la frontera venezolana y se asentó en San Antonio de Táchira. Poco a poco fue surgiendo y olvidando, a ratos, la violencia que la sacó de su país. “Vendía 200 tamales cada día. Los fines de semana viajaba de pueblo en pueblo vendiendo ropa. Así fui haciéndome a mis cositas, y me dieron una casita cuando tuve el status de refugiada”.

En esa época, Venezuela representó sin duda un territorio de tranquilidad para la mayoría de colombianos exiliados a causa del conflicto armado. El último censo, realizado en 2015, da cuenta de 270 mil nacionales viviendo en el vecino país. Aunque otros lugares de destino fueron Ecuador y Panamá. Sin embargo, la crisis política y humanitaria del gobierno de Nicolás Maduro ha obligado a muchos a retornar.

Y para los colombianos ese éxodo inició, en particular, con la adopción de “algunas políticas discriminatorias” que llevaron a muchos a regresar contra su voluntad y con mucha violencia. Así lo explica el último informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), ‘Exilio colombiano: huellas del conflicto armado más allá de las fronteras’, que da cuenta de cómo campesinos, indígenas y afrodescendientes -sobre todo- sufrieron desplazamiento interno para luego verse obligados a cruzar las fronteras internacionales.

Personas llevan sus pertenencias mientras cruzan el río Táchira, que cruza Venezuela y Colombia, cerca de Villa del Rosario en 2015 expulsados por Maduro

 

 

El retroceso se dio en 2015 con el cierre fronterizo y la deportación y expulsión de aproximadamente 2.000 personas, y el retorno masivo de más de 22.000. Que inició con la crisis diplomática entre ambos países, y otra dramática experiencia para las víctimas de violencia. Como lo contó Ana Teresa Castillo.

“Se escuchaban rumores, pero un día llegaron muchas tropas y comenzaron a hacer desastres. No importaba si tenías status de refugiado, te rompían los papeles en la cara”. La Guardia Nacional Bolivariana (GNB) llegó a sacarlos a las patadas, literalmente. Saqueaban las casas, “eran ladrones legalizados con uniformes”, dijo Ana. Otra exiliada testificó al CNMH que los mismos agentes les recomendaban tirarse al río antes de que llegara el “grupo” mandado por el Gobierno, porque “nos iban a matar”.

 

Las casas eran marcadas con una ‘R’, de refugiados, o con una ‘D’, de demolido. (Ilustración Heidy González Suárez – CNMH)

 

El registro de los hogares era público, en el exterior de las casas las marcaban con una ‘R’, de revisado, y con una ‘D’, de demolida. Porque muchas las destruyeron para evitar que regresaran. “Otras les ponían una ‘P’, de prostituta. Así trataban a las mujeres, muchas fueron violadas por la misma Guardia. Y a los hombres los trataban de paramilitares”, agregó Ana.

A las mujeres, niños y adultos mayores los enviaban a refugios donde las ayudas humanitarias nunca llegaban. A muchos hombres los encarcelaron por días, sin explicarles por qué, sin comida y sin poder contactarse con sus familias, y les retenían los documentos. A familias enteras las retenían en sus propias casas, “ahí era cuando las violaban, y cuando muchos decidían tirarse al río para volarse”, cuenta Ana.

El refugio no alcanzaba para todos, así que muchos acampaban alrededor del río Táchira, con las pocas pertenencias que lograron sacar resguardadas con plástico. “Cuando avisaban de la llegada de la Guardia todos corrían de un lado a otro, niños, mujeres embarazadas, ancianos. Era un caos. A mí no me quedó ni una muda de ropa, estuve con la misma pinta varios días, hasta que llegué a Cúcuta”, expresó Ana.

(Foto Reuters)

 

Por el río una hilera de personas caminaba con maleta en mano, con colchones en la cabeza, llorando. Las imágenes, y sus historias, le dieron la vuelta al mundo. Organizaciones internacionales como Human Rights Watch advirtieron de los abusos perpetrados por las autoridades venezolanas. Las mismas por las que en 2017 denunciaron a Nicolás Maduro ante la Fiscalía Nacional de Colombia.

“Los procesos de deportación, caracterizados por las acciones arbitrarias y acompañados de otros tratos crueles como amenazas verbales, psicológicas y maltrato físico, darían inicio a la crisis que se desataría en la frontera colombo-venezolana”, explica el informe del CNMH. Y todo comenzó, paradójicamente, con el avance de las conversaciones de paz con las FARC en La Habana, Cuba, en las que Venezuela fue garante.

Después del inicio del proceso hubo un significativo desescalamiento de la violencia en Colombia por la salida del campo de batalla de las FARC. Pero al mismo tiempo, otras organizaciones armadas empezaron a enfrentarse por el control de las zonas abandonadas para las rutas de negocios ilícitos. Y las regiones de frontera fueron las más afectadas. En Venezuela, hubo un aumento de los niveles de discriminación y xenofobia hacia los colombianos, acusados injustamente de pertenecer a los grupos criminales por los que habían huido.

“Y ahora está pasando lo mismo aquí en Colombia, contra los venezolanos. Antes de que pasara lo de la deportación, nunca fuimos discriminados, todo lo contrario, siempre recibimos apoyo de la gente. Los que nos ofendían era el mismo Gobierno”. Hoy, Migración Colombia calcula que hay en el país cerca de un millón de venezolanos. Habiendo vivido en carne propia el desplazamiento interno y el éxodo transfronterizo, Ana decidió conformar la Asociación Deredez.

En una pequeña casa en Cúcuta ofrece apoyo a unas 4 mil familias colombianas que regresaron durante la deportación y, ahora, ante la crisis humanitaria. Y más de 500 venezolanos en la misma situación. A través de alianzas con la administración e instituciones locales, con otras asociaciones en Colombia y Venezuela, y con organismos internacionales, Deredez ofrece asesorías jurídicas, guías a los recién llegados, un comedor comunitario, educación técnica, planes de emprendimiento.

Y tampoco ha sido un trabajo fácil y sin riesgos. “Nosotros hacíamos marchas de hasta 3.000 personas en Cúcuta para exigir ayudas a los deportados. Una vez nos tomamos el estadio. Lo único que queríamos era acceder a nuestros derechos, porque lo perdimos todo en Venezuela. Pero no pudimos lograr nada de fondo, nos amenazaron. A mí me llegó un señor en moto y me amenazó, que a la próxima no me advertía, sino que me mataba. Nos quedamos quietos”.

 

 

 

Hasta hace tres años que se creó formalmente la Asociación, con apoyo del CNMH y de una senadora. “Hoy en día, la frontera colombo-venezolana se convirtió en zona de exilio recíproco. En la que se cree, primero con los colombianos y ahora con los venezolanos, que los exiliados arrastran consigo las dinámicas de violencia de las que huyen. Por eso, entender este contexto es una oportunidad de romper con las visiones xenofóbicas y comprender lo que padecen los otros. Porque este es un tema regional”, manifestó a Infobae Gonzalo Sánchez, director del Centro.

Ana, por ejemplo, espera poder donar la casa que dejó abandonada en San Antonio de Táchira a una fundación venezolana que atienda la crisis humanitaria que padecen los más vulnerables. “Yo encontré allá una mano amiga, ahora trato de ser yo esa mano”.

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