En la zona más al norte de Colombia, bóvedas de cemento se levantan sobre un lote árido a las afueras de Riohacha, capital del departamento fronterizo de La Guajira, para ofrecer un descanso digno a quienes, literalmente, no tienen en dónde caer muertos. Así, con humildes tumbas de nombres grabados en concreto y decoradas con flores plásticas, la médica forense Sonia Bermúdez levantó el cementerio ‘Gente como uno’, que hoy alberga a los exiliados que encontraron la muerte mientras huían de la crisis humanitaria del régimen de Nicolás Maduro.
Por: Adriana Chica /Infobae
Cuando a Vanesa le avisaron del fallecimiento de su hija Arianyilis, de 16 años, la imaginó con tierra en la cara en una fosa común. Era impensable un traslado a Venezuela que cuesta más de lo que toda su familia gana al año. Los ahorros ya se habían ido en el viaje de su esposo a Colombia para cuidar de ella durante una larga estancia en la UCI de 15 días, tras haberse electrocutado por error con cables de alta tensión. Hasta que se les apareció Sonia, que encontró al padre durmiendo en el andén del hospital.
“Comía una vez al día pensando en la recuperación de su hija, que vendía tintos (café) en la calle. Pero ella finalmente murió, tenía quemaduras de tercer y cuarto grado en todo su cuerpo”, contó Sonia a Infobae. Al visitarlos ya le había reservado el ataúd y adecuado una de las bóvedas que estaba construida para sepultarla. A través de ACNUR consiguió hospedaje y alimentación para que toda la familia llegara a despedirla. La velación fue en su casa, el traslado del ataúd en su camioneta Ford F-150 blanca y ella misma levantó los ladrillos para encerrarlo.
Como esta joven, hay 38 venezolanos más que, pese a morir sin recursos, encontraron un lugar digno para descansar para la eternidad en el cementerio ‘Gente como uno’; 30 de ellos solo en lo que va del año. La situación está tan complicada en su país hasta el punto de preferir buscar suerte cruzando la frontera; casi un millón lo han hecho, según cifras de Migración Colombia. No todos lo consiguen.
De acuerdo con el último reporte de Medicina Legal, en 2017 fallecieron de forma violeta 173 venezolanos, a julio de 2018 iban 195. En La Guajira se registraron 27 el año pasado y 18 iban a abril de este año. “Todos, no importa si eres rico o pobre, tienen derecho a una sepultura digna”, replicó vehemente Sonia. Ella lo sabe desde pequeña, no solo por la formación religiosa que le inculcaron, sino porque siempre estuvo rodeada de muertos.
Con ocho años ya acompañaba a su papá Benigno Catalino Bermúdez al cementerio central de Riohacha donde era guardia de seguridad. Jugaba alrededor de las tumbas, pero le impresionaba no ver llorar gente cuando algunos cadáveres desnudos y con la cabeza tapada con una bolsa negra eran tirados en un hueco y cubiertos con tierra.
“Era triste, pensaba que pasaban a la eternidad sin que a nadie les doliera”, expresó. A los 13 años participó de su primera autopsia, era de un ‘sin nombre’, nadie lo reclamó, así que tuvo la misma suerte. Entendió entonces por qué algunos cuerpos eran simplemente tirados, para luego ser exhumados y abrir espacio para otro sin identificar. Su destino era ese, desde temprano lo supo y lo hizo.
El conocimiento que había adquirido durante su infancia le facilitó una beca que ganó en una prestigiosa universidad de Bogotá para estudiar medicina forense. Se vinculó -por 45 años- al Instituto de Medicina Legal, a donde le llegaban los habitantes de calle sin familia y víctimas del conflicto que, aunque tuvieron parientes, estaban tan desfigurados que eran irreconocibles. “Sabía que quería ayudarlos a irse de este mundo en paz, y apenas tuve la posibilidad lo hice”, dijo Sonia.
Ella misma reclamaba los cadáveres, los preparaba con maquillaje y ropa que les compraba o que pedía regalada, les construía una especie de ataúd con tablas, y cavaba -ilegalmente- un hueco en terrenos baldíos de la ciudad. Ahí los dejaba después de rezar por ellos. Eso fue en los años 80. Hoy ya perdió la cuenta de cuántos fueron, calcula cerca de 600. Con el tiempo se alió con un cementerio manejado por religiosos, hasta que le quisieron convertir la labor en un negocio.
Llegó entonces al lote en el que actualmente tiene el cementerio, que después de unos años de trabajo, la propietaria le cedió las escrituras. Y un alcalde le firmó un convenio de cooperación que se renueva anualmente. “Con ese dinero, que son 90 millones de pesos (29.658 dólares), compro ataúdes a un proveedor y el material para construir las bóvedas”, contó Sonia.
Con ello también consigue el combustible de su camioneta para cargar los materiales, el formol para preservar el cadáver, el pago del servicio de energía y el espacio de velación para las familias. De resto, ella misma construye lo que diseñó en su mente, solo con la ayuda de un hombre de 68 años que a cambio de las tres comidas del día se suda el lomo por los muertos. “Yo no tengo más que ofrecer. Trato de buscar recursos en todas las organizaciones que pueda, con materiales, no me interesa la plata”, afirmó.
La plata aún sigue saliendo de su bolsillo, porque la ayuda de la administración local no llega enseguida, este año, por ejemplo, la recibió en julio. Pero la gente no espera para morirse. La semana pasada, por ejemplo, enterró una bebé de dos meses que no sobrevivió a una desnutrición crónica. Y días antes al hermano asesinado de una indígena wayuu venezolana.
Ahora con la migración masiva todo se le complicó. “Ellos vienen con muchos problemas, algunos enfermos para buscar medicinas, pero llegan tarde. Otros hacen cualquier cosa para mandar plata a sus casas y se meten de delincuentes, mujeres embarazadas que fallecen en los partos, otros trabajan de ambulantes y se los lleva un carro”, y así Sonia podría nombrar mil causas más.
Lo cierto es que sus “pobres de solemnidad”, como los llama de cariño, encuentran la calma así sea en la muerte, después de huir de la crisis humanitaria, porque Sonia Bermúdez se ha encargado de tender una mano para su descanso, sin cobrar un solo peso. A sus 64 años, ya con sus siete hijos mayores, se levanta todos los días a las cuatro de la mañana para visitarlos y trabajar por ellos, y regresa a las 10 de la noche.
“Yo les pongo florecitas, les canto, hablo con ellos. Y así lo seguiré haciendo hasta que tenga vida”, sentenció. Así, pese a que su labor social le costara el matrimonio y otra relación sentimental. Su compromiso es con los muertos, ella lo tiene claro. “La muerte no distingue estratos, nos lleva a todos por igual. Y todo merecemos lo mismo”.