Casi a coro, buena parte de la prensa y la intelectualidad internacional se pronunció desde el mismo comienzo de la campaña electoral. Jair Bolsonaro era el candidato ultraderechista. Misógino y homófobo, neofascista y neonazi, racista y autoritario, entre otros, su victoria era el fin de la democracia brasileña. Sus posiciones significarían un retorno a la dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985.
De ese modo apoyaron a Fernando Haddad del PT, el candidato “progresista”. Así transcurrió el análisis del proceso electoral, en base a rótulos. Con lo cual tuvo poco de análisis, ya que con caracterizaciones tan tajantes todas las preguntas están respondidas antes de ser formuladas. Ello además de definirse de antemano los buenos y los malos; el maniqueísmo nunca es una buena receta para la reflexión.
Así se esquiva la pregunta crucial de esta (y de cualquier otra) elección: ¿Cómo se explica el ascenso y concluyente victoria de Bolsonaro? A manera de respuesta, solo quedó que el pueblo brasileño estaba cometiendo un error de proporciones históricas apoyando a un fascista. En verdad una no-explicación, un razonamiento circular, ad hoc y en sintonía con la idea de “falsa conciencia”, siempre a mano cuando las preferencias de una sociedad no están alineadas con los partidos de izquierda.
Todo esto evoca también a Theodor Adorno y su noción de “personalidad autoritaria” de 1950. Según la misma, en cierta coyuntura histórica algunas sociedades desarrollan una disposición hacia el autoritarismo, siendo la Alemania nacional-socialista y la Rusia soviética las obvias ilustraciones.
Formulación algo abstracta, y un argumento vago desde el inicio, sin embargo tendría aún menos validez en el caso de Brasil. Es que después de cuatro elecciones consecutivas apoyando al PT, tendencia iniciada 18 años atrás, ¿cuál sería tan repentino trastorno en la personalidad de la sociedad brasileña, ahora convertida al fascismo?
Son sinsentidos, desde luego, licencias retóricas que me tomo para ilustrar la futilidad de lo leído y escuchado. Ocurre que las sociedades votan más racionalmente de lo que dichas no-explicaciones admiten. Es solo que hay que ser ecuánime en el análisis, ello cuando el resultado electoral nos gusta y cuando no nos gusta.
Veamos. En América Latina, Bolsonaro no es el primer candidato de derecha y con un pasado militar (si bien no tuvo cargos oficiales durante la dictadura) en llegar al poder por medio del voto. En Argentina, Antonio Bussi, el represor de la provincia de Tucumán durante la dictadura de los setenta, fue electo gobernador en 1995. En Bolivia, el expresidente de facto Hugo Banzer volvió al poder en 1997 por medio del voto. En Guatemala, el exdictador y genocida Efraín Ríos Montt fue elegido presidente del Congreso, cargo ejercido entre 2000 y 2004.
Son tres ejemplos útiles. Estudios empíricos muestran que algo común a los tres los llevó a la victoria, y no fue que los tucumanos, los bolivianos y los guatemaltecos tuvieran personalidades autoritarias o que prefirieran la dictadura a la democracia. En los tres casos, y hay muchos más, los exdictadores victoriosos anclaron sus campañas y plataformas electorales en tres temas recurrentes de la democracia de hoy: extirpar la corrupción, combatir el crimen y recuperar la economía.
Bienvenido al Brasil de 2018, pero a la enésima. Es que se trata de un país en una coyuntura crítica: atemorizado por el crimen organizado, golpeado por una recesión persistente, castigado por un desempleo superior al 13% y, sobretodo, indignado por la corrupción obscena de quien creyó ser dueño del poder, el PT. Y, hay que decirlo, nadie le entró a estos temas con la convicción que lo hizo Bolsonaro.
Brasil está dividido, es cierto, pero no entre “progresistas” y “fascistas”. Es más bien una división entre un partido desacreditado y un partido casi inexistente, el Partido Social Liberal, PSL, al cual le alcanzó con un candidato que prometió acabar con la corrupción para llevarse la presidencia y liderar una sólida coalición legislativa de centro-derecha. Pregunte el lector a Roger Waters, en todo caso, quien en su concierto de Curitiba, en vez de limitarse a la exquisitez de The Wall se puso a hacer campaña “contra el fascismo”, para recibir un sonoro “fora PT” por parte de un estadio colmado de fans, sus propios fans.
Brasil también está muy polarizado, solo que ello ha ocurrido en respuesta a la jactancia de un partido que polarizó por su cuenta durante décadas, siendo socio de Chávez en los negocios turbios, ahijado de los Castro en el Foro de São Paulo y patrocinador de Maduro en su llegada y permanencia fraudulenta en la presidencia; y esos sí que son dictadores. Una polarización causada por un partido que concibió el poder de manera hegemónica en casa y en su política exterior, diseñando una estrategia continental para apoyar a partidos de izquierda en pos de la perpetuación y usando el empréstito público en beneficio de Odebrecht como cebo.
Todo ello en un continente donde los presidentes y expresidentes financiados por dicha firma constructora hoy caen como moscas, erosionando sus propias instituciones y dañando la democracia de toda la región. Un método de corrupción que ha sido funcional al crimen organizado, ese que quiebra familias, destruye las vidas de los jóvenes y causa migraciones que desestabilizan al hemisferio entero.
Todo ello es responsabilidad del PT, que no exhibe sinceridad ni esboza autocrítica alguna. Al contrario, continúa victimizándose, convencido que el poder le pertenece por una suerte de derecho constituido derivado de haber reducido la pobreza. Pues si ello es así, si los pobres deben aceptar a los ladrones acríticamente, entonces la equidad y la justicia social no son derechos sino dádivas. Allí tiene el lector el arrogante paternalismo de la izquierda latinoamericana en estado puro.
Veremos cómo gobierna Bolsonaro, por su parte. Si será con apego a la constitución, según anunció la noche de la elección y más allá de todo lo que ha dicho, que importa pero importa mucho menos de lo que haga siendo presidente. Mientras tanto, hoy probablemente se inicie una profunda transformación del sistema político brasileño. Y ello a partir de una victoria electoral que tiene una simple explicación de dos letras: P y T.
@hectorschamis