Las transiciones, proceso mediante el cual se pasa de un modo de ser o estar a otro, no se decretan. Me asalta esa intuición al leer un curioso proyecto de Ley Marco del Estatuto sobre la transición. La confirma nuestro mejor investigador de estos cambios, Jhon Magdaleno, quien me dice que en 80 casos estudiados las normas jurídicas surgieron de acuerdos posteriores al inicio de la transición. Tal vez sea conveniente que sigamos ese patrón, si queremos cubrir ese tránsito de prisa, pero bien.
Por Simón García / @garciasim
La política, practicada como magia y ficción mesiánica, se aferra a fechas más que a metas y objetivos. Y durante algún tiempo la simpleza de juicios digitales nos han sobrecargado de compulsiones políticas extremistas caracterizadas por el inmediatismo, la manipulación de emociones básicas, la ilusión del logro máximo, la pureza superior de unos actores sobre otros, el fusilamiento en las redes o el cultivo del mesianismo frente a la acción colectiva, organizada y articulada a los sujetos políticos reales. Es hora de cortar definitivamente estos apéndices de la subcultura extremista o resucitará, en otro líder, como un mal que nos arruina y encona.
El éxito de la elección de Juan Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional proyectó un efecto de confianza y esperanza. Sus primeras palabras indicaron que podría ejecutar la melodía de su partido con su propio instrumento y orquestar armónicamente a un cuerpo colegiado y plural. El país aplaudió el relevo y redujo angustia, cuando desechó inventar un contrapoder simbólico fuera de Miraflores o un Ministro de la Defensa al que no obedecería ni un boy Scout.
El extremismo, siempre gritón y de talante despótico, aguardaba agazapado su oportunidad para colarse en escena. Hay que decirlo, el más nocivo y destructivo de todos los extremismos es el enquistado en el gobierno para imponer un proyecto político totalitario, activar la apropiación ilegal de la renta pública o usar al Estado como escudo y vehículo para actividades criminales. Una madeja agresiva que descompone al Estado democrático y suplanta a la causa chavista.
Pero el extremismo de la oposición, que es una enfermedad contagiosa, tiene una elite minoritaria, con infiltración acelerada sobre todo el cuerpo dirigente de los partidos y muchos líderes influyentes en masas descontentas y ciudadanos desesperados. En la actualidad el virus extremista tiene dos síntomas: proclama que no puede haber ninguna negociación con el gobierno porque es una estructura criminal y asegura que es posible e inmediata una ruptura violenta con el régimen. Hasta se ha llegado a ofrecerla con o sin la participación de la Asamblea Nacional.
Los dos extremismos, el del gobierno y el de la oposición, se tocan en varios puntos. Para ambos transición es rendición del otro. Unos y otros levantan unilateralmente principios que no funcionan sin complementarse: la legitimidad y la fuerza. Cada cual considera que pueden actuar interpretando la Constitución a su favor y dictando normas inexistentes en su texto.
A la Asamblea Nacional le corresponde concertar una estrategia con todos los actores indispensables para rehacer el mercado, renovar la democracia, garantizar la solidaridad, asentar las bases de una gobernabilidad que reunifique al país para el desafío plural de reconstruirlo. Una estrategia radical, pero democrática y pacifica. No extremista.
Venezuela quiere entendimientos para lograr cambios en paz. Un acuerdo a mediano plazo y no sólo para elegir libremente a un nuevo presidente. Eso exige una negociación pronta, directa y con resultados concretos, antes que el colapso extermine al país.