El 23 de enero los venezolanos estamos obligados a demostrar ante los países, instituciones y personalidades del mundo que han sido solidarias con Venezuela a lo largo de todos estos años, que el conflicto actual no se reduce al enfrentamiento entre Nicolás Maduro y su camarilla, con un reducido grupo de dirigentes opositores, sino que la lucha la libra una nación que se niega a seguir siendo arrasada por la banda que asaltó el poder para usufructuarlo con morbosidad y enriquecerse de forma obscena. La marcha debe asumirse como un mensaje a la comunidad internacional, a los militares y a los venezolanos mismos, quienes cerramos 2018 y abrimos 2019 abatidos por el pesimismo.
Juan Guaidó ha sido una grata sorpresa. Un cisne negro. Nadie esperaba que un joven de 35 años, de la generación de 2007, encarnase la esperanza de cambio democrático y se convirtiese en el líder que el país estaba esperando, una vez encarcelado Leopoldo, inhabilitados Capriles y María Corina, y escapados Ledezma y Borges. Guaidó representa la posibilidad de volver en un plazo relativamente breve a la normalidad que ofrece el sistema democrático.
El régimen creyó que podía, impunemente, seguir subestimando y arrollando a la oposición. Se imaginó que podía desconocer los acuerdos preliminares alcanzados con los representantes opositores en República Dominicana a finales de 2017. Que podía violar todas las veces que le diese la gana la Ley del Sufragio y la Constitución, tal como ocurrió cuando abortaron el referendo revocatorio, convocaron de forma fraudulenta ese adefesio que es la constituyente y convocaron de manera apresurada las elecciones del 20 de mayo. Que podía dejar en el CNE a Tibisay Lucena y al resto de señoras que la acompañan. Creía que podía despreciar a la oposición, y especialmente a la Asamblea Nacional, sin que su arrogancia tuviese ningún costo para ellos. La soberbia resulta mala consejera. La comunidad internacional tomó debida nota de sus desplantes y abusos. Se convenció de que las elecciones de mayo no habían sido justas, equilibradas, ni transparentes. No habían sido democráticas. En ella se habían vulnerado las cláusulas suscritas por el propio gobierno en diferentes acuerdos internacionales, entre ellos la Carta Democrática Interamericana. La insolencia del gobierno estuvo basada en su control total de todas las instituciones del Estado, a excepción de la Asamblea Nacional.
El gobierno desestimó la fecha del 10 de enero. Maduro pensó que organizando un acto bufo en su bufete, el TSJ, podía cubrir las apariencias legales. La Constitución lo obligaba a juramentarse en la sede del Poder Legislativo. El disfrute morboso del poder muchas veces se paga. La desmesura de haber convocado las elecciones para el 20 de mayo, casi ocho meses antes de la toma de posesión, y de haber perpetrado todos los atropellos cometidos, los está pagando ahora. Se encuentra más aislado que nunca. Antiguos aliados, como Haití y República Dominicana, lo han abandonado. La presión de Estados Unidos, la Unión Europea y el Grupo de Lima, aumenta. Hasta el discreto Japón descalificó el mandato de Maduro. Al paupérrimo desempeño al frente del gobierno, se agrega la falta de legitimidad de origen. No fue electo en unas elecciones libres.
En este ambiente de crisis institucional y, de paso, económica y social sin precedentes, surge Juan Guaidó, quien aparece como el alter ego del confundido y desprestigiado Maduro. Al principio los jerarcas del régimen se burlaron de él. Dijeron que era un desconocido. Ahora lo consideran una seria amenaza. El joven ha conseguido el respaldo de gobiernos, instituciones y figuras mundiales. Se convirtió en un adversario formidable. Además, ha logrado cohesionar a la oposición que se encontraba extraviada, dispersa y desmoralizada a fines de 2018.
Guaidó tiene que cuidarse del régimen, acosado por todos los flancos. También tiene que protegerse de algunos factores opositores quienes consideran que la política no es un arte, sino un torneo de guerra, en donde no hay que demostrar habilidad, paciencia y mucho juicio, sino coraje y, sobre todo, hablar en un lenguaje exaltado en el que las palabras son ordenadas por el hígado, no por el cerebro. De esos grupos y personajes extremistas tiene que cuidarse. Pueden ser más letales que el régimen. En nombre de la valentía, la dignidad y todos esos valores abstractos -y, fuera de contexto, fatuos- puede incurrir en errores garrafales. Si se ve obligado a asumir la Presidencia de la República porque las circunstancias lo determinan, tendrá que hacerlo ajustado a la Constitución. No debe apresurarse para satisfacer a la galería.
Juan Guaidó y la AN cuentan con amplio apoyo internacional. El próximo 23 de enero los ciudadanos les darán su respaldo masivo y entusiasta. En este ambiente, los militares tendrán que decidir si se suman a la corriente democrática, o continúan siendo el único soporte real del usurpador.
@trinomarquezc