Si uno se detiene en una avenida céntrica de Caracas, puede ver la transparencia opaca de un país quebrado. Funciona por inercia. Todo parece anacrónico, como una lenta película de los 70’. La desidia del Estado dejó sus huellas. Hasta el propio Nicolás Maduro contribuye a este escenario arcaico repitiendo por TV mensajes cliche de estilo setentista sobre el “imperialismo”, intentando enfervorizar a las masas, sus bases, más preocupadas por el alimento cotidiano que por la revolución prometida.
Por Daniel Vittar, enviado especial a Caracas | Diario Clarín (Argentina)
A Venezuela le cabe mejor que a Perú el sarcasmo ácido que usó para su país Mario Vargas Llosa, en Conversación en la Catedral. ¿Cuándo se jodió Venezuela? Fue con el despotismo de tantos gobiernos conservadores; con Hugo Chávez, el líder que prometió un mundo diferente; o fue con Maduro y su ineptitud y su corrupción. Difícil decirlo, pero lo cierto es que está jodida.
Hay un estado de “fin de ciclo”, una mezcla de desgano, rencor y espíritu de derrota que observa con claridad este enviado. La gente sólo sobrevive. “No hay nada para hacer, hay poco trabajo. Turistas ya no vienen. Hay gente que viaja, no se si son empresarios, funcionarios, pero nadie te deja nada. Todos dicen que no tienen”, dicen con una media sonrisa dos mujeres en el aeropuerto vacío, mientras limpian el sector de arribos. En el fondo, las vendedoras aburridas de los free shops acomodan mil veces la mercadería o juegan con el celular.
En la ciudad no es diferente.
Comercios, bares y restaurantes perdieron hace rato la clientela. El parque automotor envejece lacónico ante la imposibilidad de contar con repuestos locales. “Quién puede pagar 200 dólares un neumático si el sueldo mínimo son seis dólares”, dice José Antonio, manejando un taxi importado de China. “Cambiar una batería es imposible, todo viene de afuera”, apunta.
La economía venezolana se dolarizó a fuerza de hiperinflación y pese al rígido control cambiario. Esta dualidad descoloca a cualquier visitante. Casi no hay bolívares en la calle. El Estado no imprime después de la fuerte devaluación del año pasado y de la reforma monetaria que le sacó cinco ceros a la moneda local.
Los venezolanos utilizan la tarjeta de débito para cualquier compra. Pero para los extranjeros es más complicado ya que son muy pocos los comercios y hoteles que aceptan tarjetas de otros países, lo que obliga a pagar en dólares.
El problema es a cuánto toman el valor del dólar. El precio oficial es de 1.100 bolívares, pero en el paralelo la divisa extranjera se paga 2.500 y hasta 2.800. Por lo tanto todos se desesperan por los dólares. Es la única manera de ganarle algo a la hiperinflación, que obliga a cambiar los valores de los productos todo el tiempo. “Yo le puedo dar el precio de los platos hoy; mañana es otro”, aclara Diosamel en un restaurante de Altamira, intentando combatir como puede la crisis. “Nosotros tenemos una inflación diaria de 5 o 6 por ciento”, argumenta.
En este descalabro cotidiano asoma ahora una tibia esperanza por una alternativa política que no termina de cuajar, y que nadie sabe o sospecha cómo puede concluir. Después de un año de letargo, producto de la sangrienta represión de los grupos paramilitares y de los efectivos de las fuerzas de seguridad, revivió la rebelión social con la aparición de un nuevo líder opositor, Juan Guaidó, quien asumió una presidencia interina con la firme intención de convocar a elecciones libres y transparentes.
Muchos creen que esta es la salida que estaban esperando, la revelación de una opción diferente a tanto desatino. Sostienen que Maduro está acorralado por la presión de la comunidad internacional. Inclusive los sectores de izquierda, que hasta hace poco apoyaban al hombre que había dejado Hugo Chávez en el poder, ahora aceptan la “intromisión” de Estados Unidos. “No me gusta, pero es la única salida”, dice Dyosmar, tragando saliva.
Inclusive las barriadas más populares, las que crecieron colgadas de los cerros de Caracas y fueron las grandes beneficiarias de los planes sociales, hoy se rebelan contra el poder de Maduro. “Si vos veías las marchas de hace unos años había sólo gente blanca, de clase media o alta. Hoy es multiclasista”, dice Dyosmar, tratando de fortalecer su tesis de que Maduro se quedó ya sin apoyo popular.
El hombre me señala las humildes viviendas que rodean Caracas, donde viejos edificios que construyó el Estado -cuando era benefactor-, y dice que la gente ya no quiere las raquíticas cajas de la alimentos (CLAP) que les dan una o dos veces al mes. “No les sirve de nada, no traen nada. La gente quiere trabajo”, afirma.
Venezuela vive un persistente letargo. Se mueve lenta, como adormecida. Un estado que se rompe por momentos con sangre en las calles, con batallas silenciosas en los barrios de casuchas frágiles. Espasmos de rebeldía. El resentimiento que muestra los dientes. Lo distinto ahora es que esa rebelión no sale solo de los barrios acomodados. Baja de los cerros, con el rencor que dejan las promesas incumplidas. Venezuela está jodida, pero no se rinde.