Los días venezolanos hoy son como los días de quienes abandonan alguna adicción, se viven un día a la vez. Sin embargo, quiero invitarlo, amigo lector, a reflexionar juntos sobre la democracia parlamentaria y su futuro en esta tierra de gracia. Primero, veamos un poco de historia.
Por Julio Castellanos / [email protected] / @rockypolitica
Cuando inician las tres grandes revoluciones políticas de nuestra era; la Francesa, la Norteamericana y la Hispanoamericana; entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, nacen inspiradas por las ideas del iluminismo europeo que giraba en torno a ideas muy contrarias a los viejos regímenes autoritarios: libertad de prensa, libertad religiosa, separación entre iglesia y Estado, separación de poderes y prominencia de la voluntad popular. Con el tiempo, a velocidades disímiles, en cada nación occidental (la democracia propiamente inicio en Occidente) ocurrió una transición espectacular desde las monarquías absolutistas hasta dos modelos democráticos específicos: las repúblicas presidenciales y las monarquías parlamentarias.
Lógicamente, las repúblicas presidenciales se asentaron en aquellas naciones que no contaban con apego a prácticas estamentales nobiliarias, principalmente en América. Por su parte, en buena parte de Europa, la forma política de la monarquía parlamentaria encontró terreno fértil. No se puede decir que uno u otro sistema sea garantía de éxito. No obstante, los regímenes presidenciales que destacan por tener estándares democráticos más altos son aquellos cuyo diseño constitucional reserva un papel importante y creciente a sus parlamentos, en la sub denominación: semipresidencialismo.
Los regímenes parlamentarios, aunque muchas veces criticados por inestables, plantean como principal virtud ser altamente sensibles a las dinámicas de la opinión pública. Esos parlamentos no solo constitucionalmente, también en la práctica diaria, son auténticos foros políticos donde los debates que atraviesan a las sociedades son ventilados con totales garantías y transparencia. Los parlamentos de las naciones cuyo diseño constitucional es presidencialista, y mucho más como en Venezuela que práctica un atroz hiperpresidencialismo, tienen la propensión a caer, la mayor parte de las veces, en la dicotomía pendular de ser bien un apéndice del ejecutivo o bien un poder autónomo sometido a diversos grados de desconocimiento o bloqueo.
Quizá, en un futuro cercano, los venezolanos podamos darnos la oportunidad de debatir una adecuada reforma de nuestro diseño constitucional. Nos está vedada la monarquía parlamentaria, porque no tenemos reyes y tampoco nos agrada la idea de tener uno, pero si podríamos tener un parlamento con mayores competencias y con la capacidad de formar gobierno con apego a la conformación de una mayoría calificada. Sumar a las sesiones de aprobación y derogación de leyes y acuerdos, las sesiones de control, para que los ministros, asistiendo regularmente al hemiciclo, respondan ante los representantes del pueblo por lo hecho o no hecho bajo su responsabilidad. También con capacidad real de voto de censura, para ministros y jefe de gobierno. Si hay algo bueno que pueda rescatarse de esta amarga experiencia autocrática de los últimas dos décadas es que puede ser el aliciente para abandonar la vieja práctica de ceder todo el poder a un “hombre fuerte” para dar paso a gobiernos de consensos, de acuerdos, de pactos y, finalmente, de la convivencia democrática que implica el protagonismo de los parlamentos.