¡Gloria al bravo pueblo, que el yugo lanzó, la Ley respetando, la virtud y el honor! Bajan del avión cantando el himno venezolano a voz en grito y no paran hasta llegar al control de migraciones. Son un grupo de los llamados «repatriados». Llegan de Colombia, de República Dominicana, de los países fronterizos de Venezuela, a los que habían huido por el hambre y la devastación. Ahora Nicolás Maduro les paga un billete de vuelta en chárter para luego hacerles fotos en el aeropuerto de Maiquetía y distribuirlas entre las cancillerías del mundo: «Ven, señores: ¡El pueblo vuelve! ¡El pueblo es felizzzz con su presidente legítimo!». Las cámaras del régimen les esperan a la salida. Cogen imágenes -sonrían, sonrían- y les siguen mientras, cual ganado, van montándose en 14 relucientes autocares rojos que se pierden en la noche. En la noche más negra que he visto jamás. Así lo reseña elmundo.es
Por CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO
El paisaje desde el aeropuerto de Maiquetía hasta Caracas parece un cruce entre Cuba y Corea del Norte. El perfil de alguna palmera deshilachada se menea con la brisa. En la Plaza Bolívar queda el patético recuerdo de una decoración navideña. El resto es pura sombra y soledad. «Y eso que es sábado», me dice Arturo, el conductor, que desafía el terror en un blindado. «La policía política se llevó anteayer a mi ahijado y dos amigos. Ocho años de cárcel les piden». Su delito es haber participado en la cacerolada celebrada en la modesta parroquia de La Pastora la noche del 22 de enero, víspera de lo que Arturo y millones de venezolanos llaman ya «El Día de la Esperanza».
La expectación en Caracas, y en toda Venezuela, es tierna, conmovedora. Una frase se repite como un mantra: «Esta vez es distinto». La diferencia es que ahora todo parece perfectamente planificado, como una jugada de ajedrez. «¡Es obra de Trump!», claman al unísono partidarios y detractores del chavismo. No, no lo es.
La lluviosa madrugada del 6 de agosto de 2017, Leopoldo López fue devuelto a casa después de cinco demoníacas noches en la cárcel de Ramo Verde. Ya conocía bien aquel siniestro lugar. Había sobrevivido entre sus muros, prácticamente aislado, tres años y medio. Pero aquellos últimos cinco días, cortesía de la dictadura, habían sido los peores. López nunca ha querido hablar de lo que le hicieron esa semana. Ni siquiera con sus amigos más íntimos. Pero el ex alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, al que arrastraron con él a una celda contigua, es tajante: «Lo torturaron. Duramente». Una amiga que vio a López a los pocos días de su regreso a casa opina lo mismo: «Lo encontré mal. Leo, que había sido siempre tan animoso, el más fuerte de todos nosotros, incluso durante su larguísimo cautiverio, estaba intoxicado, roto». Putrefacto discípulo del castrismo, el chavismo ha aprendido el arte de la tortura: cómo combinar el veneno con la amenaza. Y el mito se resquebrajó.
Leopoldo López es un mudo. Una sombra. Desde septiembre de 2017 hasta hoy, sólo se ha comunicado una vez con el público. Fue en marzo de 2018, a través del New York Times: «Si me censuro, la dictadura me derrota». El titular, pactado después de meses de conversaciones por Skype, deja en evidencia la lucidez y la angustia del preso político. Del político, punto. De un hombre que, incluso entre los dirigentes venezolanos, genios de la retórica, destacaba por su capacidad de movilizar con la palabra. Ahí están los mítines, a los Speakers’ Corner, que lo lanzaron como jovencísimo alcalde de Chacao. Ahí está su impresionante mensaje a la nación del 18 de febrero de 2014, cuando se entregó a la dictadura, medio cuerpo fuera de un tanque, su mujer Lilian Tintori, un ángel doliente a su lado: «¡Si mi detención vale para despertar del pueblo, merecerá la pena!». Y ahí está también su réplica a la decisión unilateral de Maduro de concederle el arresto domiciliario con el objetivo indisimulado de enfriar la calle. El 8 de julio de 2017, recién llegado de Ramo Verde, López se encaramó al muro de su casa y, con la bandera de Venezuela en un puño, proclamó: «Reitero mi compromiso de luchar hasta conquistar la libertad de Venezuela. Si mantener ese compromiso significa volver a la cárcel, estoy más que dispuesto». El pueblo vibró, el mundo se estremeció y el tirano decidió encerrarlo otra vez. Cinco días más. La vuelta de tuerca. «Ahora sí te ha quedado claro, ¿no? La boca, cerrada». Y López calló.
El segundo regreso a casa de López, y su decisión de acatar la orden de Maduro, marca el punto más bajo de la larga agonía venezolana. La dictadura logró entonces lo que siempre había buscado: convencer a la población de que la oposición no era una opción. De que no había alternativa. No es que la calle se enfriara; es que se hundió. Y en su hundimiento se giró contra el hombre al que habían proclamado su Mandela y futuro presidente. Las redes sociales e incluso las conversaciones entre amigos y aliados se llenaron de conjeturas, sospechas y maledicencias: «Leopoldo ha cedido»; «Leopoldo se ha acomodado»; y, lo peor, «Leopoldo nos ha traicionado: dijo que sería el último en salir de la cárcel, y ahí está, en una casa del suburbio rico de Caracas, protegido del hambre y la criminalidad». Su mujer tampoco se salvó de la furia. Convertida en icono político por méritos propios, Tintori quedó fuera de juego tras la excarcelación de López. Embarazada, pasó de ser aclamada como la Madre de Venezuela a ser vista como la señora de un ex. La resistencia entró en crisis. La diáspora se disparó. La consigna de la pareja, ¡fuerza y fe!, adquirió un punto de ironía fatal.
Y sin embargo… Acallado, humillado, malentendido, presuntamente desactivado, López rechazó las propuestas, amicales y no tanto, de abandonar Venezuela. Se quedó en su país, y desde su casa empezó a diseñar una estrategia política de largo recorrido. Una estrategia que ha tenido distintas etapas y ejes, y que culminó el pasado 23 de enero con la proclamación de su discípulo Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela. Es decir, con la generación no ya de una nueva esperanza, sino de algo mucho más importante: una nueva realidad. No es cuestión de caer en la falacia retrospectiva ni de ver los hitos del último año y medio como las piedrecitas de un divino Pulgarcito. Pero sí es de justicia, y necesario para la Historia, mirar debajo de la costra y asignar a cada uno su responsabilidad. El heroísmo parece un atributo sencillo de detectar. Héroe es el hombre que descubre su pecho y señalándose el corazón le dice al tirano: «Aquí, aquí». Pero héroe también es el que, asumiendo sus miedos y sus miserias, fuera del foco y golpeado en las encuestas, contribuye con inteligencia, generosidad y discreción a la salvación de su país.
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