La discusión sobre la legalidad o no del juramento de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela es inútil. El conflicto, en estos momentos, no se basa en la interpretación de una ley. Lo que ocurre es el clímax de un profundo proceso de deterioro y corrupción de la democracia: fue Maduro quien se autoproclamó como presidente, tras unas elecciones fraudulentas el 20 de mayo del año pasado.
Por: Alberto Barrera Tyszka | The New York Times
Así como también, en diciembre del 2015, se autodesignaron los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia que hoy pretenden juzgar la supuesta autodesignación del parlamento. El actual gobierno de Nicolás Maduro es genéticamente ilegal. Juan Guaidó no es una causa sino una consecuencia. No estamos frente a un problema de exégesis de la Constitución sino ante una enorme crisis política. A medida que, tanto interna como externamente, las presiones aumentan, el enfrentamiento crece. ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Acaso se puede acordar una salida?
La acción política del chavismo se basa en la lógica militar. Está fundada en el contraataque. Apuesta por el desgaste del adversario y espera el momento adecuado para lanzarse en un movimiento de contraofensiva. Así han reaccionado siempre los oficialistas durante los veinte años del chavismo. Así actuaron durante el paro petrolero de 2002 y durante las protestas populares de 2017. Así, también, en distintas oportunidades y con diferentes mediadores, han usado las mesas de negociación para ganar tiempo. Es una estrategia de guerra. Entienden el diálogo como otra acción bélica. Solo lo aceptan si pueden sacarle provecho. Su objetivo sigue siendo el mismo: contraatacar. Aprovechar la crisis para profundizar aun más la revolución. En esta oportunidad no es diferente. Todas las señales apuntan hacia esa misma dirección: el chavismo no está dispuesto a negociar.
Pero nunca antes el panorama internacional había sido tan adverso. Esto también tiene que ver con un problema real. La crisis venezolana se desbordó, saltó las fronteras y es cada vez menos manejable. Se trata de un tema crítico, en términos de apoyo y de servicios, para todos los países vecinos, y de una amenaza preocupante con respecto al aumento de la xenofobia y de la violencia. En este contexto, el surgimiento de un liderazgo alternativo y la posibilidad de tener otro interlocutor en el poder representa también la posibilidad de una solución a un enorme problema en la región.
Obviamente, el protagonismo de líderes con políticas tan cuestionables e irritantes como el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, o el de Brasil, Jair Bolsonaro, le otorgan una complejidad adicional a la percepción internacional de la crisis. Su apoyo a Guaidó, de alguna manera, refuerza la narrativa chavista, basada en el “imperialismo” y en la denuncia de una “invasión gringa”. Sin embargo, el abrumador apoyo de los países latinoamericanos, así como la reacción de la Unión Europea, pluraliza cualquier visión esquemática sobre el conflicto. Por más que el chavismo insista en reducir el tema a los códigos más básicos de la izquierda y la derecha, la complejidad de la realidad se hace cada vez más evidente.
Cinco años les han bastado a los líderes oficialistas para derrochar toda la herencia simbólica que les dejó Hugo Chávez. Al final de la tarde del pasado 23 de enero, el régimen de Maduro usó todos los recursos retóricos y convocó al pueblo a una vigilia nocturna alrededor de la sede del gobierno. Como dan cuenta las filmaciones de algunos periodistas, esa noche las calles que rodean el Palacio de Miraflores estuvieron completamente vacías. Nadie asistió a la vigilia. Esa silenciosa soledad fue una metáfora perfecta de lo que le ocurre. El relato de la Revolución bolivariana ya no funciona ni fuera ni dentro del país.
Cualquiera podría pensar que, en este contexto, lo ideal es negociar. Parece una receta de un manual de supervivencia política. Pero al parecer el chavismo opera de otra manera. Sabe vivir en los extremos. Es un movimiento experto en resistir. Los líderes oficialistas se comportan como miembros de una secta. Creen que la alternancia política es un pecado, una traición a su concepción sagrada de la historia. Están dispuestos a todo y cuentan con una ventaja importante: no tienen escrúpulos. Las consecuencias no importan. Las empresas, las instituciones, las vidas humanas… todo es prescindible, todo está al servicio de un fin mayor: la eternidad de la revolución. Un fin que, por supuesto, también incluye sus privilegios como jerarquía, su permanencia indefinida en el poder.
Frente a esto, Juan Guaidó y la Asamblea Nacional —el órgano legislativo elegido democráticamente y dominado por la oposición desde 2015— se presentan ahora como un poder alterno, con legitimidad y capacidad de tomar decisiones sobre la realidad del país. Tienen el apoyo internacional, pero no cuentan con mecanismos ni los espacios para ejercer plenamente ese poder. No tiene canales de comunicación. No tiene burocracia. No tiene soldados… El tiempo es el gran desafío para ambos. ¿A quién de los dos debilita más? ¿Quién gana o quién pierde más con cada día que pasa sin un desenlace del conflicto? Mientras el cerco internacional avanza, el chavismo internamente se atrinchera en la fuerza militar. Apuesta por el desgaste. “Chávez contenía nuestra locura”, dijo alguna vez Diosdado Cabello, en plan de amenaza, desafiando a quienes se le oponían. El discurso sigue siendo el mismo. No hay otra ideología que los uniformes y las armas. En una semana de protestas, ya hay 29 fallecidos y han sido detenidas de manera arbitraria 791 personas. Esta es la respuesta del gobierno a la ley de amnistía a funcionarios y militares propuesta por la oposición.
Maduro habla de diálogo y de negociación, pero luego persigue y reprime a los ciudadanos. Más que escuchar sus palabras hay que saber leer sus acciones. El chavismo usa el tiempo y desafía la violencia, como si deseara secretamente jugar con el límite de una guerra. Sabe que una invasión no contaría con todo el apoyo internacional que ahora tiene la oposición. Asume también que la tensión actual es insostenible a corto plazo. Prefiere mantenerse sobre la línea de fuego antes que negociar. Por eso, tanto adentro como afuera del país, es necesario incrementar la presión, apurar los plazos, crear más cercos, no ceder en nada… hasta que el gobierno no tenga más remedio que aceptarlo, que someterse al riesgo mortal de unas elecciones libres, transparentes y creíbles.