Venezuela, un país en que la cotidianeidad cambia con cada amanecer

Venezuela, un país en que la cotidianeidad cambia con cada amanecer

La gente hace cola en una parada de autobús en Caracas (Foto de Luis ROBAYO / AFP)

 

 

Casi como aprender a manejarse de cero cada mañana, así es sobrevivir en una Venezuela en plena crisis; un país en que la cotidianeidad cambia con cada amanecer y, como un adolescente, se debe aprender a lidiar con el mundo.

La primera barrera que superar para aprender a manejarse es saber cómo pagar cuando el papel moneda ha desaparecido después de siglos. No se debe a los avances tecnológicos, es mucho más simple: la hiperinflación que varía del 3 al 5 % diario ha convertido los billetes en papel mojado.

Por si fuera poco, conseguir una tarjeta bancaria es una utopía en un país donde la escasez ha llegado también al plástico con que se fabrican.

De todas formas, poco te garantiza tener una pues el precio del dólar, la hiperinflación y sus ramificaciones hacen que salgas de casa con una cantidad incierta que ni siquiera te permite conocer si podrás pagar el autobús para regresar.

“Cada hora es más caro, (lo que) por la mañana vale 150, en la tarde son 200 y en la noche 250”, comenta a Efe Elías Pineda, de apenas 17 años.

Incluso él, recién superada la pubertad, comparte la sensación de sus compatriotas de gestionar cada día una nueva forma de enfrentase a la cotidianeidad.

Los billetes quedan reducidos a ornamento o un recuerdo de otro tiempo; sirven para ser usado como confeti a la puerta de un bar en un viernes cualquiera.

Prácticamente no hay tienda, por pequeña o informal que sea, que no tenga el cartel de “Hay punto (datáfono)”.

Paradójicamente, Venezuela ha quedado paralizada y visitarla es también como volver atrás en el tiempo. Mobiliario, edificios y todo lo que puebla las calles (excepto los vehículos) dejaron de renovarse y quedaron estancados en los 90.

Es una mezcla de sensación onírica y apocalíptica en la que las infraestructuras se mantienen con cierta dignidad.

Por si fuera poco, la revolución tecnológica ha pasado de puntillas y la era dorada de los mensajes de texto sigue en vigor, para muchos venezolanos los servicios de mensajería que impliquen internet móvil son deficientes o los teléfonos son impagables.

Mencionar una plataforma como Spotify solo obtiene como respuesta una mirada de interrogación, la mayoría de venezolanos apenas tiene una noción de qué es.

Y claro, para el extranjero es necesario un Virgilio que le guíe por un país que en ocasiones, como en la Divina Comedia, te lleve por infierno y purgatorio.

“Lo único que se puede hacer es ver la televisión y lo único que se ve es la política porque no se ve más nada, no muestran nada nuevo”, sostiene Kendra Mendoza.

Buena parte de la culpa la tiene la escasez total o parcial de un internet que hace excesiva la expresión “a pedales” y alrededor del cual se concentra buena parte del ocio en el siglo XXI.

Para acceder a YouTube debes poner “a cargar el vídeo, irte a fregar, lavar, planchar, cocinar y después venir y escuchar un tema”, comenta Kendra.

Las plataformas para ver series o películas en “streaming” las conoce y poco más.

Mencionarle a ella o a su amigo Elías la posibilidad de salir a encontrarse alrededor de un café o una cerveza solo tiene como respuesta una sonrisa irónica. Acudir a una discoteca -“la última vez fue el año pasado”, dice el posadolescente- todavía peor.

El ocio no ha desaparecido pues, como en medio mundo, los fines de semana todavía duran dos días.

Sin embargo, excepto unos pocos privilegiados que exhiben vehículos de lujo y derrochan a manos llenas, el tiempo de esparcimiento queda relegado poco menos que al recuerdo de tiempos mejores.

Sucede, por ejemplo, en los centros comerciales, ese gran imán del ocio latinoamericano, en los que puede verse a padres e hijos, amigos o conocidos simplemente paseando, mirando escaparates.

Entran y salen con manos vacías y si un niño señala alguna cosa solo obtiene una mirada medrosa como premio.

Afortunadamente, el dedo no apunta en dirección a un restaurante, ya que estos han eliminado los precios de sus menús, no pueden garantizar que se mantengan de una hora para otra.

Recurren a subterfugios como el de anotar los precios en una hoja paralela que cambian a diario.

Peor lo tienen las grandes cadenas que, sin saber si pueden garantizar el servicio de un día para otro o si podrán ofrecer toda su carta, tienen sólo el logotipo en sus páginas web.

Cae la noche sobre una Caracas en la que las pintadas contra el presidente Nicolás Maduro son apenas paisaje y desaparece el tono onírico para volver el tono apocalíptico.

La ciudad se vacía de un momento para otro y apenas poner el pie en la calle es una temeridad.

Mañana, y no importa cuando lea esto, será otro día. Otra vez la obligación de volver a aprender, como adolescente, a sobrevivir.

Gonzalo Domínguez Loeda/EFE

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