El plazo exigido por la Unión Europea para que Nicolás Maduro convoque elecciones antes de reconocer al presidente interino, Juan Guaidó, parece estar cumpliendo los objetivos diplomáticos implícitos de la iniciativa: reducir los riesgos de una confrontación interna generalizada, dando ocasión a una salida política con o sin mediación de terceros, y evitar una irreparable división internacional que hubiera proyectado el conflicto más allá de las fronteras de Venezuela. Pero, por más que el tiempo haya comenzado a correr contra Maduro, ningún desenlace puede ser excluido. Su propuesta de convocar elecciones legislativas, no presidenciales como le reclama la UE, revela que ha tomado conciencia del callejón sin salida en el que se encuentra, pero no de la fuerza de la oposición ni de la determinación de la comunidad internacional.
El compromiso de la cúpula de las Fuerzas Armadas venezolanas con Maduro, mantenido formalmente desde el inicio de la crisis, no conserva el mismo significado antes y después de la elección de Guaidó como presidente interino: el papel que desempeñan hoy los ejércitos es solo el de contrapoder a una Asamblea en la que la oposición es mayoritaria, no el de árbitro absoluto de la situación, según había venido sucediendo en el pasado. Cualquier intervención a gran escala contra Guaidó o sus partidarios podría inclinar la balanza interna a favor de Maduro, pero al coste de aislar definitivamente al régimen y profundizar la bancarrota del país. Y por lo que respecta a la situación de los generales y altos mandos militares, la amnistía ofrecida por Guaidó los enfrenta a la alternativa de consolidar en la nueva etapa que puede abrirse en Venezuela los beneficios de los exorbitantes privilegios con los que el chavismo los ganó para su causa, o, por el contrario, seguir incrementándolos a sabiendas de que ligan su suerte a la de un presidente crecientemente debilitado.
Las recientes medidas del Tribunal Supremo contra Guaidó, impidiéndole salir del país y bloqueando sus cuentas, no pueden ocultar que el margen de maniobra del que dispone Maduro es sustancialmente más estrecho que en las crisis precedentes. En ese sentido, las detenciones de periodistas internacionales, como ha ocurrido con tres reporteros de la agencia Efe, son, además de un atentado intolerable contra la libertad de expresión, una muestra de la debilidad de su régimen. La legitimidad democrática que la revolución bolivariana solía invocar cuando sus partidarios ganaban en las urnas no se encuentra ahora en manos de Maduro, puesto que la argucia de inventar una cámara paralela para ser investido no ha privado de su representatividad a la Asamblea que ha elegido a Guaidó. Por otra parte, este no es uno más de los líderes de la oposición a los que Maduro detenía y llevaba ante una justicia sometida al Ejecutivo, sino un presidente interino respaldado por la mayoría de los representantes electos de los venezolanos.
No es posible descartar que Maduro se haya propuesto sobrepasar el plazo que le ha señalado la UE, imaginando vanamente que ese desafío estéril equivaldría a una victoria. En realidad, solo se trataría de la forma menos inteligente de encajar una derrota definitiva. El riesgo de que la situación política se agrave si la violencia irrumpe en las movilizaciones pacíficas convocadas por Guaidó es elevado, y puede multiplicarse a partir del momento en que, concluido el ultimátum europeo, el presidente interino sea reconocido y la Asamblea asuma la responsabilidad de convocar a los venezolanos a las urnas. El tiempo de Maduro ha quedado atrás, por más que siga disponiendo de resortes para prolongar la agonía de Venezuela. Si finalmente consiguiera sobreponerse a la crisis sería apoyándose en la represión. Es decir, forzando la voluntad de la mayoría de los venezolanos que, representados en la Asamblea que ostenta la legitimidad democrática, le han señalado el camino: dejar paso a un presidente elegido con garantías.
Publicado originalmente en el diario El País (España)