Venezuela está rehaciendo su destino al sepultar no sólo el chavismo, sino el estatismo, el militarismo, el clientelismo… El poder no está volviendo al pueblo, sino al ciudadano, publica El Mundo.
Por CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO / Enviada especial a Caracas
Nada como que un General en activo anuncie su apostasía de la dictadura para elevar los ánimos ante una manifestación por la democracia. No es que esos ánimos estuvieran bajos. Caracas bullía ayer de entusiasmo. Pero la constatación de que el brazo militar se resquebraja fue el estímulo que faltaba. Rodeamos la ciudad, hasta llegar al cruce de la avenida principal de Las Mercedes con la autopista. “El punto más delicado es la autopista”, me explicó Dayana, antes en la más árida resistencia, ahora con el Gobierno legítimo. “Ahí es donde instalan las tanquetas para evitar que entremos en el centro, donde está el poder”. La frase se clavó en mi cabeza. “Donde está el poder…” ¿Y dónde está el poder?
Nos bajamos del coche para llegar andando al escenario, por detrás. De pronto, escuché los heroicos compases del Va, pensiero de Verdi, con letra adaptada a la esperanza venezolana. Y luego el rugir de la gente. Subí al escenario: diputados de todo el arco democrático, ex presos políticos, activistas de Derechos Humanos y algún periodista. Saludé a los conocidos, tantos, porque han sido tantos los años de horror y lucha. Y giré la vista. Qué impresión: una avenida ancha, recta, sin fondo; una alfombra tricolor tejida de hombres y mujeres. Del otro lado, sobre el hormigón de la autopista, lo mismo. Me acordé de otras manifestaciones a las que he ido: el 8 de Octubre en Barcelona, la de Charlie Hebdo en París… En el fondo se trata de la misma batalla, la de la soberanía y libertad del ciudadano.
Una pantalla gigante sobre mi cabeza empezó a difundir imágenes de portadas de periódicos. Primero pensé que eran noticias de hace más de 20 años y luego me di cuenta de que eran proyecciones. “Caracas vuelve a ser la ciudad más segura de América”. “Empieza el juicio contra los violadores de Derechos Humanos”. “Maracaibo inaugura un hospital de alta tecnología”. No eran fake news, sino hope news. Y entonces me acordé de Évole, claro, que esta noche se hará pasar por periodista para que Maduro pueda hacerse pasar por Gandhi. Évole, un individuo que ha contribuido decisivamente a la degradación del ecosistema mediático y político español. Un hombre que no pierde ocasión de hacer caja a costa de la verdad y la democracia. Un vendedor de publicidad. En este caso, a mayor gloria de un sujeto que hace beato a Franco. Oh, ah, gime Évole ante Vox. Y luego le pide un teaser, ji, ji, a Maduro. Imagino a la también usurpadora Cilia en el sofá: “Tranquilo, Nicolás, amor, que ya llega Jordi a reconocerte en el concierto de las naciones mediáticas”.
Pero la propaganda, embadurnada de las palabras paz y diálogo, ya no bastará para salvar al dictador. Y esto tiene una lectura que va más allá de este escenario, literal y metafórico. La caída de Maduro no sólo tendrá la virtud de sepultar a un régimen cuyas víctimas se cuentan por millones. También dejará en evidencia las limitaciones del poder mediático en el mundo contemporáneo. No sólo de aquellos medios que defienden la verdad y el orden democrático. También -y esta es la novedad- de los que hacen lo contrario. Évole y Bergoglio, mediadores ambos, descolgados.
Y en eso llegó Guaidó. Y Caracas explotó de júbilo. “¡¡Presidente, presidente, presidente!!” Vi cómo se colocaba junto a la bandera, delante de un océano de gente, el chaleco antibalas debajo de su traje oscuro, y pensé: cómo han cambiado las cosas. Hace un año y medio, en otra manifestación, entonces contra el asalto del Tribunal Supremo a la Asamblea Nacional, Guaidó recibió un disparo de metralla. El vídeo y las fotos circularon por todos los rincones de Venezuela: Guaidó con la espalda perforada y la camiseta cubierta de sangre. No era una camiseta cualquiera. Llevaba impresa la cara de César Pereira, Cesita, su amigo de 19 años al que los secuaces de Maduro habían asesinado exactamente un mes antes en otra protesta. Guaidó lloró la muerte de su amigo y volvió a llorarla cuando le hirieron a él: “Lo que más lamento es que otra vez han manchado a Cesita de sangre”, dijo bajo la lluvia. Y añadió: “Podrán cortar una flor, pero no van a detener la primavera”.
Ayer repitió su frase fetiche. Pero sobre todo intentó demostrar que su Gobierno no es puramente simbólico. Que tiene la capacidad de hacer efectiva su legitimidad. Es decir, que tiene poder. El Poder con mayúsculas, esa clave. Con este propósito hizo varios anuncios. El primero fue la incorporación de una ex diputada chavista al bloque constitucional. La chica saludó tímidamente desde el borde del escenario. “Y no será la última”, añadió Guaidó, desafiando la base social y política del régimen.
Curtido, firme y frío, Guaidó tiene al mismo tiempo una cualidad política rara y necesaria en este delicado momento venezolano: es un hombre educado, balsámico, que une y sutura. De hecho, cuando era joven, todavía más joven, y prácticamente hasta su proclamación el pasado 23 de enero, su aspiración política era ser presidente de la Asamblea Nacional. Nada más. Le gustaba el diálogo, la transacción, el tono institucional. Anhelaba un papel relevante, pero secundario. Ahora es el líder. Y eso implica negociar, sí. Pero ante todo exige ejercer una autoridad que aún está en disputa. De ahí su siguiente anuncio, cuidadosamente planificado por su equipo y fundamental para un pueblo famélico: la entrega, en los próximos días, de ayuda humanitaria en tres puntos de la frontera. Uno en Colombia, otro en Brasil, el tercero en una isla del Caribe. Se acabó el pedir, suplicar, a Maduro y sus secuaces que abran un corredor para comida y medicinas. Ahora lo hará el Gobierno constitucional. Y para ello Guaidó pidió a los ciudadanos e incluso a los militares que lo ayuden. A ver qué uniformado resiste esa invitación. “Jaque mate”, murmuró un diputado al escucharle. Y las calles volvieron a explotar.
“¿Cuándo y cómo va a caer Maduro?” Ya no recuerdo si lo pregunté yo o si me lo preguntaron. Nadie lo sabe en Caracas. Y no sé si alguien en Washington. Una cosa es un tuit y otra el desembarco de Normandía. Las especulaciones se amontonan como los presos en el Helicoide: negociaciones para un exilio en México o Rusia: mejor Acapulco que Siberia; una insurrección en bloque dentro de las Fuerzas Armadas… El viernes fui a ver a María Corina Machado en busca de alguna clave. En su despacho entraba una luz suave, como venida del mar. Machado es una mujer sobrehumanamente valiente, que durante años ha jugado el doble papel de Casandra y Pepito Grillo, cómo odio esa expresión. Ella advirtió que los procesos de diálogo eran pura gasolina para el chavismo. Ella ha explicado que Venezuela, más que una dictadura, es un Estado criminal con terminales armadas y, ojo, también civiles. Y ella dice ahora que el tiempo apremia. Y tiene razón. Basta ver a una madre desesperada abriendo una de las llamadas cajas Clap -granos de arroz mohoso y aceite rancio- que el régimen distribuye entre sus acólitos para que ellos luego las vendan a los parias. En Venezuela hay hambre. Mucha hambre. Y las recientes sanciones a la petrolera PDVSA van a agravarlo al provocar problemas de suministro de gasolina, diésel y gas. A los chavistas les da igual. “Mira Cuba”, me recuerda mi amigo cubano Ginés Gorriz. Pero el Gobierno de Guaidó no puede permitirlo, porque si no, ¿para qué es Gobierno? La Transición no va a ser fácil, no. “Y, sin embargo, yo soy optimista”, me dijo sonriente Machado. “Esto es irreversible”. Y yo me acordé de Weber y su dennoch:
“Es completamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que no se conseguirá lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo imposible una y otra vez. Pero para poder hacer esto, uno tendrá que ser un líder, y no sólo esto sino también un héroe, en un sentido muy sobrio de la palabra. Sólo quien esté seguro de no derrumbarse si el mundo es demasiado estúpido o bruto, desde su punto de vista, para lo que él quisiera ofrecerle; sólo quien esté seguro de poder decir ante todo esto: “No obstante, a pesar de todo, sin embargo [dennoch], sólo ése tiene vocación para la política”.
Y para la democracia, habrá que añadir.
Miré hacia la autopista detrás del escenario y ya se había colapsado. Como tantos otros puntos del país y del mundo. Y Guaidó proclamó, con la voz ya desgarrada: “Tengo la absoluta certeza de que estamos cerca, muy cerca, de la libertad”. Hay ya una nueva realidad en Venezuela, solapada con lo moribundo, pero con fuerza interna y externa suficiente como para provocar un cambio histórico. Venezuela está rehaciendo su destino. Está sepultando no sólo el chavismo sino una determinada forma de entender y ejercer el poder: el militarismo, el estatismo, el clientelismo, el mesianismo, todo lo que anula al individuo, por la vía de la violencia o de la pura inanición. Esa es la grandeza que esconden estos días inolvidables: el poder no está volviendo al pueblo, categoría colectiva que el chavismo, suma de socialismo y nacionalismo, ha manoseado hasta su destrucción. Está volviendo a los ciudadanos, ayer una legión en marcha; muy pronto un electorado libre y soberano.