Decimos que Venezuela es una Cuba del siglo XXI no solamente por los terribles indicadores socio-económico que sufre la tierra de Chávez-Maduro, los que indican que al menos 9 de cada 10 venezolanos se encuentran por debajo de la línea de la pobreza, uno de cada diez ha debido emigrar del país escapando de la acuciante situación humanitaria en el contexto de una desesperante inflación de más de 10 millones por ciento para el 2019. Lo decimos también porque, tal como ha sucedido con Cuba durante la llamada “guerra fría” –entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín– Venezuela se ha constituido en un ámbito de disputa por el poder global en el que China y Rusia (además de la híbrida posición del Vaticano) pretenden contrarrestar la posición de EE.UU.
En aquella “guerra fría”, Cuba constituía una piedra en el zapato de EE.UU. pues era un país socialista, no democrático, situado a apenas 90 millas de su territorio. A pesar de su desastrosa situación económica y la negada pobreza masiva de sus ciudadanos, Cuba sobrevivía gracias al “rubloducto”, es decir el apoyo económico de la Unión Soviética que buscaba sostener a aquella “piedra en el zapato” de los estadounidenses, en su “backyard” (patio trasero). Cuando cayó la URSS, se cerró la canilla de los subsidios y la Cuba socialista inició su lenta transición y retorno a la realidad. La isla era un ámbito más del desarrollo de la “guerra fría” de EE.UU. versus la URSS.
La nueva “guerra fría”
Hoy la situación mundial es distinta, pero no tanto. Por un lado, el liderazgo global único de EE.UU. está siendo desafiado. No tanto por Europa, área que enfrenta desafíos de diferente perfil y no enfoca su energía la geopolítica global, sino por los mencionados China y Rusia. El otrora mundo unipolar liderado por EE.UU. –que sucedió al mundo bipolar tras la caída de la URSS– ya cuenta con diferentes nuevos jugadores, entre ellos estos dos países de los BRICS. El poder global está compartido.
En este marco, China y Rusia no aceptan el mandato unívoco de EE.UU., lo cual se visualiza claramente en este caso de Venezuela. China prefiere una Venezuela con Maduro pero sin EE.UU., tanto es así que ha prestado fondos a ese país en crisis por montos cercanos a 20.000 millones de dólares para definir su influencia, entre otras herramientas. Aclaremos que China –a pesar de su marcado poderío y crecimiento económico– es un país no democrático, con un sistema político cerrado y libertades civiles restringidas, a pesar de una relativa apertura económica que permite su crecimiento “a tasas chinas” (valga la redundancia).
Por su parte, Rusia muestra intentos de un renacer de su liderazgo de la “guerra fría” pero ya en otro contexto, sin una ideología socialista, aunque con un liderazgo basado en ingresos por hidrocarburos, especialmente dirigidos a una Europa deficitaria en esta materia. Ya no es la Unión Soviética (que aglutinaba a 300 millones de personas en 1991) sino que es ni más ni menos que una Rusia con una población cercana a 150 millones de habitantes.
Un punto interesante a tener en cuenta es que tanto China como Rusia son países con pretensiones geo-estratégicas globales aunque son sociedades técnicamente subdesarrolladas, con ingresos por habitante bajos (aunque su poder radica en otro lado, como hemos visto).
El caso de Venezuela, independiente de cual sea su definición, constituye casi un “dejá vu” de la vieja “guerra fría” visualizada otrora en Cuba con el –no menor– condimento de la creciente, silenciosa y ambiciosa, presencia China. Por cierto, no por nada, Chávez y Maduro han elegido a miles de cubanos que colaboran con ese tan dañino populismo generador de miseria.
Este tipo de dictaduras populistas, como la venezolana, se basan en ingresos generados por productos primarios suelen estallar cuando el precio de estos commodities baja. El término “república bananera” es claro al referirse a este perfil de países. Nada más que en el caso de Venezuela es una “república petrolera”, dependiente casi únicamente de los ingresos de esta materia prima pues su nivel de subdesarrollo institucional no genera reglas de juego atractivas para otro tipo de inversión.
Martín Simonetta es Director Ejecutivo de la Fundación Atlas de Buenos Aires, Argentina. Es licenciado en Relaciones Internacionales (Universidad del Salvador) habiendo cursado una Maestría en Política Económica Internacional (UB).
Artículo publicado originalmente en elcato.org