Albert Einstein
No recuerdo otra circunstancia en que el tema de la transición como preocupación académica se haya puesto más de actualidad, que en los años sesenta, cuando en relación con su necesidad histórica, dar con sus claves, ya era demasiado tarde. Kruschev aseguraba por esos años, que tras medio siglo de esfuerzos y espantosos sacrificios, terribles hambrunas y una catastrófica Guerra Mundial, por fin los ciudadanos de la Unión Soviética podrían comenzar a disfrutar de los bienes de una sociedad próspera y moderna. ¡Cien millones de muertos para venir a descubrir el agua tibia!
Pues los automóviles, las lavadoras, las neveras, las aspiradoras y todos esos productos convertidos en pan de cada día para hacer la vida más llevadera en los hogares de los países más desarrollados del capitalismo industrial, seña de identidad del consumismo de mediados del Siglo XX, aún constituían una ensoñación utópica en los regímenes sacados de la chistera de los alemanes Marx y Engels. Es la trágica y espeluznante contradicción del comunismo y su maravillosa parafernalia filosófica: esperar superar las contradicciones inevitables del capitalismo para terminar a la cola de sus aspiraciones.
Tras del economista francés Charles Bettelheim y sus numerosos trabajos sobre la transición al socialismo, moda en el Quartier Latin del Mayo francés, se agruparon todos los teóricos del marxismo mundial desesperados por desentrañar la naturaleza de una utopía en vías de un trágico fracaso. La Unión Soviética no sólo seguía prisionera de su incalificable ineficiencia sino que se derrumbaba inexorablemente. Comprendiendo Ronald Reagan que ella se había arropado militarmente más allá de lo que daba su cobija, la empujó con perversa sabiduría al duelo de la llamada “guerra de las galaxias”, un desafío para el que el Kremlin estaba social, política y económicamente incapacitado. El crecimiento a marchas forzadas tras la electrificación de los Soviets y los horrores del Archipiélago Gulag, la consigna del desarrollismo estalinista, había tocado fondo. La Unión Soviética no era la potencia que aparentaba ser. Gorbachov tuvo que rendirse a las evidencias y comprender que se había roto la cuerda marxista, que la utopía del Manifiesto Comunista era una estafa intelectual, que El Capital no era otra cosa que un compendio de las divagaciones de un genio in partibus infidelis, y que el capitalismo, lejos de sucumbir a sus crisis inherentes, comenzaba su gigantesco despliegue global. Con la caída de los prejuicios y preconceptos el Muro se vino abajo. La transición al socialismo era la transición a su fracaso y el inevitable regreso al capitalismo de la mano de las mafias de Vladimir Putin.
Mucho más fortuna tuvieron las transiciones de las dictaduras a las democracias. De las cuales a partir de entonces se conocieron dos formas modélicas: la española a la muerte de Franco, y la chilena al triunfo del plebiscito. Ambas dictaduras comportaban diferencias específicas insuperables respecto de las dictaduras de la órbita soviética, Cuba, Vietnam y Corea del Norte. Todas ellas en totalitaria transición a la caza y conquista del paraíso pedido. Las de Franco y Augusto Pinochet fueron dictaduras inmanentes, no trascendentes ni contradictorias con el sistema de producción, distribución y disfrute capitalista. Eran, en rigor, dictaduras capitalistas establecidas precisamente para impedir el triunfo del asalto del delirio y la inclemente destrucción de las bases socioculturales por parte del comunismo marxista. Cuya sustancia debía ser repotenciada a partir de una transformación y modernización estructural que hiciera posible y necesario el tránsito político al sistema de dominación capitalista. Fue lo que hizo Franco con el turismo, la industria sin chimeneas, y Pinochet con la conversión de un lastre colonial – el agro chileno – en agroindustria moderna.
Es el punto nodal de cualquier reflexión que se intente en Venezuela para comprender la naturaleza de la crisis que sufrimos, el verdadero desafío político que su superación nos plantea y evitar los errores que podrían llevar al escamoteo de la einsteiniana oportunidad histórica que su crisis nos ofrece: no vegetar anclándose en el pasado, sino osar dar un salto hacia la refundación estructural, profunda, categórica de la República. Como lo hiciera el pinochetismo en Chile y el neo franquismo en España. Sabia y consecuentemente continuada por la transición democrática en ambos casos: las encabezadas por el Rey Juan Carlos, Adolfo Suarez, Felipe González y Santiago Carrillo en España, y por Patricio Aylwin, Ricardo Lagos y Eduardo Frei Ruiz Tagle, en Chile. Una verdad que la absurda, suicida e irracional propuesta de la vieja oposición venezolana encabezada por los partidos socialdemócratas pretende imponernos: ayuntarse con el chavismo y la izquierda socialista dizque para “salir de la crisis”. Es la aberrante y descerebrada propuesta de Voluntad Popular y de Un Nuevo Tiempo a través de sus portavoces Stalin González y Francisco Sucre, tanto o más problemáticas y disolventes cuanto que hasta ahora no han sido rechazadas ni controvertidas por las jefaturas de ambos partidos. Y que pareciera en vías de imponerse entre quienes rodean al presidente encargado. Dejar “la transición” en manos de la sexta república.
No encuentro otra metáfora para describir el horror que esos intentos me producen que recordar esa maravillosa reflexión del gran pensador alemán Walter Benjamin en torno a la obra Angelus Novus, del pintor suizo Paul Klee: el ángel nuevo de Klee mira horrorizado al futuro, de espaldas al pasado, sus alas enredadas y paralizadas por la montaña de ruinas y descalabros amontanados por los hombres en su trágico paso por la historia. Derrumbarlas definitivamente, esa es nuestra misión histórica. Si los representantes del curso político del país no lo comprenden, esas ruinas terminarán por aplastarnos.