Dirigentes de Podemos en España, como el resto de la izquierda bolivariana latinoamericana, atribuyen la crisis de Venezuela a la codicia estadounidense por el petróleo de ese país. Es una explicación tan simple como falsa. La reacción de Washington no tiene nada que ver con el petróleo, sino con la utilización que Moscú y Pekín están haciendo de Venezuela para asentarse en la región de seguridad de EE.UU. Así lo reseña abc.es
Por Emili J. Blasco
En realidad tampoco la reacción contra Nicolás Maduro de los países sudamericanos tiene que ver del todo con disquisiciones ideológicas: toda su urgencia se debe a la necesidad de parar la llegada de refugiados (¿qué no hizo la Unión Europea para cortar la llegada de refugiados sirios?).
Hace algo más de cien años, entre diciembre de 1902 y febrero de 1903, potencias de fuera del continente americano quisieron condicionar al Gobierno de Caracas. Eso llevó a que el entonces presidente estadounidense, el republicano Theodore Roosevelt, diera un golpe sobre la mesa para que Reino Unido, Alemania e Italia, cuyos buques bloqueaban el acceso marítimo al área de la capital (una operación que otros países europeos como España apoyaban), cejaran en su empeño de interferir en asuntos de una república del Hemisferio Occidental. Esos países europeos reclamaban que el Gobierno venezolano pagara la deuda internacional que tenía contraída, como hoy la deuda de Venezuela con China y Rusia explica en parte que ni Moscú ni Pekín quieran soltar el régimen chavista.
Si la doctrina Monroe, formulada en 1823, nació con la consigna de «América para los americanos», pero entendido este gentilicio como referido a todos los ciudadanos del continente (era el momento de las independencias de las repúblicas americanas), el intento europeo de injerencia directa sobre Venezuela hizo que en 1904 Roosevelt formulara lo que se conoce como el «corolario» de la doctrina Monroe: EE.UU. daba un paso más allá y anunciaba su responsabilidad de ejercer de policía regional (aquí el gentilicio de «América para los americanos» pasaba a referirse directamente a los estadounidenses).
Justo entonces, EE.UU. comenzó a controlar el Gran Caribe, como hoy, en su ascenso, Pekín quiere controlar el Mar del Sur de China (hay un gran paralelismo en el despegue «imperial» de Theodore Roosevelt y de Xi Jinping). Esa influencia dominante estadounidense no ha dejado de existir hasta el presente, aunque se ha visto amenazada en ocasiones por episodios como la crisis de los misiles de Cuba, en la década de 1960, y la Nicaragua sandinista, en la de 1980.
Hoy Washington vuelve a sentir esa amenaza, como ha señalado la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el propio Pentágono. No es solo que Rusia y China (e Irán, a través de Hezbolá) tengan una gran entrada en Venezuela, sino que este país les puede servir de plataforma para tomar posiciones en el Gran Caribe. Rusia triangula entre Cuba, Venezuela y Nicaragua, incluso en el aspecto militar, mientras que China está tomando posiciones portuarias en lugares estratégicos como el canal de Panamá y posiblemente otros puntos de Centroamérica.
En 1902-1903 el presidente venezolano, Cipriano Castro, pidió auxilio a Estados Unidos para terminar con la presión europea; hoy es Juan Guaidó, en funciones de presidente, quien pide la ayuda estadounidense (y de los países vecinos) para superar una situación de injerencia extranjera (singularmente Cuba y Rusia).
Habiéndose convertido en 2018 en el país de mayor producción petrolera, gracias al frácking, Estados Unidos no necesita en absoluto el crudo venezolano. Las progresivas sanciones impuestas por Washington han ido llevando a las refinerías estadounidenses a buscar otras importaciones. Lo que preocupa a la Casa Blanca es que una potencia extrahemisférica se cuele en un espacio de seguridad vital para EE.UU. Advertida la real amenaza, la Administración Trump no va a dejar de empujar hasta conseguir su objetivo. Y Vladirmir Putin lo sabe.
* El autor es director del centro de estudios estratégicos Global Affairs de la Universidad de Navarra.