No le había tenido miedo al ocaso. A ese punto del día en el que todo se vuelve noche, a la hora en la que el cielo arropa poco a poco a Caracas con un velo negro. Las fachadas de los edificios se pierden en la oscuridad. Las luces de los carros que aceleran el rumbo son el único reflejo que rebota en las paredes de mi cuarto.
El desespero de quienes están varados en las aceras, buscando refugio, se siente en el viento. “Madurooo”. “Coñooooetumadreeee”. Se escucha el coro unas cinco veces, una más intensa que otra, mientras la noche termina de instalar su reino de miedos y fantasmas negros.
Estamos de nuevo todos en casa. Te sientes agradecido de que así sea. Estos días el corazón bombea incertidumbre y late la ansiedad. Con los cortes de luz se me desconfiguró el celular. Da vértigo esto de tener que Googlear la hora. La oscuridad no te deja ubicarte en el espacio, tampoco en el tiempo.
Antes de que fuera más tarde, mis primitos recogieron el Monopolio del piso. Tuvieron toda la tarde para olvidarse de esto que les tocó vivir, sin tener ninguna culpa. Ya se cansaron de montar bicicleta en el pasillo. El mundo es mucho más grande después de la reja. Pronto lo conocerán.
Yo me reencontré con la pluma y el papel. Este texto, de hecho, lo escribo sobre una hoja de examen que encontré en una gaveta. Hay una resma entera que me empecé devorar con una emoción genuina, la de sentir ese terreno baldío que te regala una hoja en blanco para para ti solito.
La crisis me reconfiguró el ADN. Una horrorosa lección de humildad que me enseñó a no amargarle la vida al otro, a que mi presencia sea grata, a apostarle siempre a la sonrisa, a decir gracias y buenos días con intensidad, sin apretar los dientes. Esta crisis, que me ha hecho llorar una piscina olímpica de lágrimas, también me devolvió la fe, la esperanza y las ganas de abrazar a mis viejos todas las veces que no lo hice ayer.
Me hice grande. Le perdí el miedo a reclamar en la calle. Me miro al espejo y me cuesta encontrar al carajito que solo quería jugar Play Station. A todos nos tocó crecer de golpe.
A punta de fósforos le insistí a la vela para que prendiera. Al tercer intento se hizo la luz en mi cuarto. Me senté a leer “La culpa es del porno” de Carolina Lozada (estupendo). La luz de las velas te regalan una burbuja, una atmósfera mágica. Sientes que esas sombras que ves de reojo son las de los personajes que invocas con tu mente. Saltan del papel. Las imágenes se te fijan con más intensidad. Son los sentidos resistiéndose a apagarse en medio de la noche que apenas comienza.
Mientras terminaba la página 25, en la sala comenzó a sonar el cuatro. Fue el impulso que encontró mi papá para canalizar esta fatiga emocional de alegrías borrachas y tristezas intermitentes que nos trajo el gentilicio.
Recordé que la noche anterior se me apareció Roberto en Whatsapp y le pregunté cómo estaba. “Te regalo esto”, contestó con un vídeo tocando el piano de su casa. Me conmovió ver su silueta concentrada en la teclas que vencen el silencio de la oscuridad. Le agradecí el gesto.
En estas noches de caos, he visto a la gente sublimar mientras amanece. Mi papá toca el cuatro, Roberto toca el piano, Gabriela pinta y aprende a silbar bonito. Son escenas que brillan en la oscuridad. Crear nos mantiene humanos. En la noche más oscura, nos agarramos del corazón.
Una neblina grisasea rodea el ambiente. Es el humo de las fogatas cercanas. Una linterna nueva es una inversión que no puedes hacer con el límite de tres tarjetas de crédito promedio. Cada quien se alumbra el camino como puede. Incluso vi volar uno de estos globos de los deseos que lanzan en Navidad. Su luz se perdía frente al gigante negro. Cerré los ojos y le pedí que su luz se multiplicará.
“Iván Jesús, ven a comer”. Plátano con queso. Me lo comí en tres bocados y volví al cuarto. Me serví un jugo de guayaba, como si ya no tuviera suficiente nostalgia encima. Me senté a escribir esto. Ya casi lleno las cuatro caras de la hoja de examen y no tengo las señales de vida que busco. Tengo amigos de los que no sé nada desde hace horas. A veces intento dormir para aliviar el dolor y para soñar que se acabará está pesadilla.
¿No sienten que están suspirando más? Ese suspiro de cansancio, pero también el de “falta poco”. Esto es Cross Fit para el alma. Esto que estamos viviendo los venezolanos es una lucha física y emocional muy arrecha. No dudo que de este caos saldremos victoriosos en lo político, lo social, lo humano, lo espiritual. Seremos ciudadanos de verdad verdad. Solo así, no se repetirá el chavismo jamás.
A esta hora, todavía hay sol.
Ahora, cada vez que publico algo, siento que lanzó una botella al mar…
Sé que llegarán a alguien…
@ivanzambrano