Estas noches, nadie anda sin velas encendidas. No es un rito, sino una precaución frente a la peor epidemia de apagones de Venezuela. Yelitza Izalla, de 43 años, ha roto unas cuantas para convertirlas en focos de iluminación. Su departamento en Macaracuay, al este de Caracas, ha experimentado 108 horas continuadas de oscuridad y otras tantas interrumpidas por ráfagas de luz. Así lo reseña elpais.com
Por Maolis Castro
Sus hijos, de 12 y 4 años, preguntan cuánto durará el corte eléctrico. Pero nadie puede responder a esa duda en todo el país. Aunque el suministro regresó este jueves en varias partes de Venezuela, el servicio todavía no se ha restablecido totalmente en áreas de Caracas y en algunas regiones del oeste. Yelitza y su esposo, Carlos Guerra, se han organizado con sus vecinos para superar la fatalidad. En una cima de la ciudad y aislados de otros barrios, la mayor preocupación es la supervivencia. Su misión es mantener la comida, tener agua potable y su propia seguridad.
Todo se ahorra al máximo. Hasta el poco frío de los refrigeradores es conservado. “No abro casi la nevera”, confiesa. Para economizar, todos han acordado cocinar en conjunto, así nadie se queda sin alimentos. Rosa Arellano, jubilada, fríe pescados para compartir con otras familias. También presta su cocina, que funciona con gas, a otras personas. “Antes de que se descomponga prefiero invitar a la gente a comer”, explica. Lo mismo hacen otras mujeres que regalan unas golosinas a los niños de la urbanización.
La emergencia ha superado la capacidad de las autoridades. De ahí que la solidaridad reduzca el impacto de la crisis. Carlos, de 44 años, es superviviente del deslizamiento del Estado de Vargas (litoral), una tragedia que dejó miles de muertos y damnificados en diciembre de 1999. Tras recordar el desastre natural, el hombre afirma que el apagón ha traído una sensación parecida. “Fue una experiencia horrorosa, pero se contaba con la asistencia del Estado. Había ayuda para los afectados. Hoy no siento esa atención”, explica.
En Venezuela no se ha aplicado un plan nacional para atender el apagón. Solo se ha agudizado el conflicto político y la persecución del régimen. Nicolás Maduro ha ordenado a los colectivos —grupos parapoliciales chavistas— que se “activen” en las comunidades para “cuidar la paz” en la emergencia provocada por la falta de electricidad en muchas zonas del país.
“Siempre dicen que fue un sabotaje y que tengamos paciencia, pero no vemos soluciones. No se hace un reporte diario para saber qué ocurre”, asegura Jessica Ramos, de 30 años y madre de un bebé. Es amiga de Yelitza y Carlos, viven al lado, y desde hace varias tardes escuchan gritar a Germán, un hombre alto que reside tres pisos más abajo, que abrirá el “tanque” que almacena agua. Sin su aviso, la comunidad estaría desorientada.
En filas, las familias caminan hacia el estacionamiento, donde se localiza el profundo pozo. Cargan con recipientes, envases vacíos de refrescos. Un hombre moreno y con sombrero es el primero en lanzar un balde, atado a una cuerda, hasta el fondo. Es lunes, son las cuatro de la tarde, y todos se apresuran antes de que oscurezca. “Nadie se queda sin agua porque hasta a las personas mayores se les lleva un poco a su casa”, explica Leily Salinas, una administradora de 46 años, que asegura que muchos de sus vecinos “migraron” a otros distritos con algún servicio.
El colapso es absoluto. Leily ha encontrado cobertura telefónica en una planta de su edificio. Es como hallar un tesoro. El lugar es compartido por turnos para enviar mensajes por celulares a familiares o amigos, muchos de ellos en otros países. “Sentimos como si hubiera pasado un tsunami por Venezuela, pero sin agua. Estamos totalmente desasistidos, sin información ni nada”, indica.
Algunos se detienen en la garita del urbanismo para preguntar a los que llegan sobre la situación en las calles. El apagón ha desatado el colapso de otros servicios. El agua no es bombeada, el transporte público es casi inexistente, las telecomunicaciones desaparecen, la mayoría de los comercios están cerrados y los hospitales operan con dificultades en un país a ciegas. “Una señora me regaló una pastilla para la migraña, compartimos las medicinas”, agrega Yelitza.
El lunes, ella se había atrevido a salir con su familia al supermercado después de cuatro días de apagón. Había usado un billete de 50 dólares para comprar unos panes, galletas, gaseosa y otros alimentos no perecederos. No podían pagar con bolívares y las transferencias eran imposibles sin electricidad. El colapso del sistema eléctrico ha acentuado todos los males de Venezuela. “Tenemos temor, incertidumbre. Ninguno sale sin el otro. Todos nos movemos juntos a cualquier sitio”, añade.
Congregadas, las familias recogen troncos, ramas y hojas secas de árboles para encender una fogata en las noches. Durante el apagón esto permitió iluminar, acompañar a los vigilantes y hasta aplacar la angustia. En las mañanas, otros se reunían en el patio para jugar a las cartas, conversar y hasta conocer las noticias. Es una escena repetida en los vecindarios de Caracas —una ciudad con un récord de crímenes en Sudamérica— que carecen de energía aún.
Horas antes, había vuelto la electricidad en varias zonas de Macaracuay. Al principio, Yelitza sintió alivio, pero su angustia reapareció tras conocer la magnitud de la crisis. Ahora se prepara para otro posible corte de energía, aunque todavía algunas regiones están sumidas en la oscuridad: “Somos solidarios y la calamidad la llevaremos con esperanza”.