Debe ser delicioso para Vladimir Putin saber que puede influir sobre la política y la economía de un país situado a 10.000 kilómetros de distancia. Otros en Rusia no lo ven así. En las más altas esferas del Estado ruso hoy hay tres grupos que compiten por el apoyo de Putin a sus posiciones con respecto a Venezuela: los economistas, los oligarcas y los geopolíticos.
La culpa es de Barack Obama. En 2014 el entonces presidente de Estados Unidos afirmó, desdeñosamente, que “Rusia es un poder regional que sólo amenaza a algunos de sus vecinos más cercanos, y esa no es una manifestación de fuerza sino de debilidad”.
Obama tenía razón y, quizás por eso, Vladimir Putin nunca se lo perdonó. El líder ruso se formó como espía de la KGB en tiempos en que la Unión Soviética y Estados Unidos eran las superpotencias que podían proyectar su fuerza militar en cualquier parte del planeta. Pero la Unión Soviética colapsó y con ello se redujo la influencia rusa en el mundo. El impacto que esto tuvo sobre Putin fue tal que en 2005 llegó a afirmar que “el desmantelamiento de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Para poner esta afirmación en perspectiva basta recordar que en la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética perdió 27 millones de personas.
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