Ocho presidentes de la Suramérica democrática firmaron este 22 de marzo, en Santiago de Chile, el acta de defunción de esa invención ideologizante y encubridora de violaciones de los derechos humanos y de delitos de cohecho, que se llamó Unasur. Solo tres países no rubricaron el final de su existencia: Surinám, la de Desi Bourtese, presidente golpista y acusado por narcotráfico; Uruguay, la de Tavaré Vásquez, vacilante y temeroso ante la erosión de su apoyo político interno; y Bolivia, la de Evo Morales y su régimen parasitario del bolsillo chavista. Desaparece esta organización, emparentada muy cercanamente con la Alianza Bolivariana de América (Alba), otro templete chavista también ahora en vías de extinción.
Entre las cenizas de las mentiras y fantasías que le dieron origen, deja el residuo de una promesa de revolución continental. De una supuesta cruzada contra el imperialismo yanqui, aunque invocada con más de cincuenta años de atraso. Fue un retoño más de ese anacronismo llamado Socialismo del SXXI, embeleco ideológico que fusionaba a Bolívar con Zamora y los hermanos Castro, del cual, por cierto, ya ni siquiera habla la banda delictiva aferrada al poder en Venezuela.
La creación de Unasur, al igual que otras iniciativas de Hugo Chávez, para el control hemisférico, fue compartida con entusiasmo por aprovechados dirigentes izquierdistas de la región, cautivados esencialmente por la magnánima petro-chequera puesta a su disposición por el régimen venezolano. Hoy, unos cuantos de esos personajes son encarados por la justicia, tras o fuera de las rejas, vivos o muertos, dentro o fuera de sus respectivos países.
Aunque al final tuvo poca trascendencia institucional, la desaparición de Unasur marca otro hito en la restauración de la democracia liberal en nuestro continente. Sin duda, una tendencia estimulada por el rechazo masivo al infame modelaje del, ahora usurpador, heredero de Hugo Chávez