Soy radical frente a la miseria, frente al hambre y frente al sufrimiento de tantos venezolanos. Esto implica ser impaciente, vivir, sentir y comprender la urgencia.
Ser radical frente al totalitarismo significa no hacer concesiones ante el opresor, no callar un atropello, jamás justificar un abuso, por irrelevante que parezca. Nunca banalizar el mal; nunca subestimar sus verdaderas intenciones.
Es no caer en la trampa de alegar “la ineficiencia” en la gestión del régimen, cuando es obvio que la destrucción fue intencional. Ser radical es no exculpar a Chávez diferenciando “su legado” de Maduro, porque Maduro es su legado.
Significa llamar las cosas por su nombre, sin atenuantes ni eufemismos. Decir la verdad de frente, por dura que sea; y claro que es muy dura.
Ser radical contra las redes del crimen y la mafia significa estar decidido a erradicarlas de raíz. Entender que no hay cohabitación posible con ninguna organización criminal y que seguirán al acecho hasta que logremos desarticular su última estructura y expulsarlas hasta del último milímetro cuadrado de nuestro territorio.
Considerar la “cohabitación” con alguna de las estructuras criminales del chavismo (ya sean las financieras, las judiciales, las del narcotráfico o las del saqueo eléctrico) sería allanar el camino para que retomen el poder al cabo de pocos años y con más fuerza, como pasó en Nicaragua.
Ser radical frente a la corrupción es tener como propósito la impunidad cero, vístase del color que se vista. Solo así tendremos instituciones sólidas y todo el mundo cumplirá la Ley. Y eso arranca con la conformación de un Gobierno de Transición muy amplio en su composición ideológica y participación sectorial; pero muy, muy estricto en su consistencia ética.
El hambre, la oscuridad y la muerte que hoy padece Venezuela son culpa del totalitarismo, del crimen y de la corrupción.
El hambre no espera, y el país se nos desintegra. Por eso yo sí tengo urgencia de que esto termine.
Por eso soy radical.