Una década después de que los macuxi ganaron una sangrienta batalla legal para expulsar a los plantadores de arroz de su reserva en una zona remota de Brasil, su control sobre las tierras ancestrales se ve amenazado nuevamente por el nuevo presidente, el derechista Jair Bolsonaro.
Los 1,7 millones de hectáreas de sabana en la frontera con Venezuela, una reserva llamada Raposa Serra do Sol, albergan a unos 25.000 nativos cuyo medio de vida principal es la cría de ganado.
Sin embargo, el territorio sigue siendo codiciado por agricultores comerciales y prospectores mineros, que creen que la zona es rica en minerales como oro, diamantes, cobre, molibdeno, bauxita e, incluso, niobio, un metal utilizado para fortalecer el acero y que Bolsonaro considera “estratégico”.
“En la lucha por nuestros derechos a la tierra murieron 21 de los nuestros”, dice Aldenir Lima, líder de las 70 comunidades en la reserva. “Desde entonces recuperamos lo que habíamos perdido y hoy las plantaciones de arroz de los agricultores blancos han sido reemplazadas por nuestros rebaños de ganado”.
Esto podría cambiar si Bolsonaro cumple con su promesa de revisar los límites de la reserva, como parte de su esfuerzo por derogar la prohibición de la agricultura comercial y la minería en tierras indígenas.
La primera decisión de Bolsonaro tras asumir el cargo en enero fue trasladar las decisiones sobre tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, que está controlado por representantes del sector agrícola, ansiosos por abrir nuevas fronteras a la agricultura a gran escala.
El presidente ya ha señalado a Raposa Serra do Sol.
“Es el área más rica del mundo. Hay formas de explotarla racionalmente. Y para los indios, darles regalías e integrarlos en la sociedad”, dijo en diciembre.
Los macuxi temen el regreso de los mineros de oro ilegales y otros cazadores furtivos en sus tierras, envalentonados por la retórica de Bolsonaro y sus movimientos para debilitar sus derechos.
“Quiero pedirle al nuevo presidente, Jair Bolsonaro, que respete a los indígenas y nuestros derechos constitucionales”, dice una líder de la comunidad, Tereza Pereira de Souza, con su cabellera coronada por un tocado de plumas amarillas.
“Nos tomó 30 años lograr que nuestras fronteras terrestres fueran legalmente reconocidas y registradas”, afirma.
Los 900.000 indígenas de Brasil representan menos del 1 por ciento de la población y viven en reservas que representan el 13 por ciento del territorio.
Bolsonaro dice que viven en extrema pobreza y hambre y deberían ser asimilados en lugar de estar confinados a reservas como “animales de zoológico”.
En Raposa Serra do Sol, Daniel Andrade filetea una vaca muerta y sostiene un trozo de carne fresca. Nadie pasa hambre en la reserva, asegura.
Cualquier intento de cambiar el estatus legal de la reserva probablemente sería rechazado por la Corte Suprema sobre la base de que la Constitución de Brasil de 1988 protege los derechos de las tierras indígenas.
Los antropólogos advierten que retirar esa protección destruiría las tradiciones y los idiomas de los macuxi y otras cuatro tribus relacionadas en la reserva.
“La naturaleza es nuestra vida, nuestra sangre y nuestro espíritu, porque nos da sustento”, dice Martinho de Souza, un chamán macuxi. “Nacimos en esta tierra, vivimos aquí y moriremos aquí”.
Cerca de allí, en la aldea de Tamanduá, las gallinas corren por la tierra y una olla se calienta sobre un fuego de leña. El pueblo lleva el nombre de un tipo de oso hormiguero, un gran mamífero en peligro de extinción.
Los miembros más jóvenes de la tribu dicen que lucharán por la tierra, entre ellos Tiago Nunes Pereira, de 24 años, quien muestra cicatrices en la pierna debido a una herida de bala que sufrió en un enfrentamiento con agricultores cuando tenía solo 12 años.
“Se derramó sangre aquí. Me dolió mucho. No tengo miedo de morir. Nunca nos cansaremos de luchar, hasta el último de nosotros”, asegura. Reuters