Es difícil imaginar una región contemporánea en la que se haya banalizado más la cultura que en América Latina. La música popular, la televisión y la política, elementos esenciales de la vida colectiva, se caracterizan por la exuberancia de lo artificial y la superficialidad. Basta con pensar en el reggaetón como protagonista unánime de las radios latinoamericanas, la telenovela como el pan de cada día en millones de hogares y el populismo que domina la escena electoral en muchos de nuestros países. Esta región, de una riqueza histórico-cultural invaluable, está sumida actualmente a nivel macro tanto en la pobreza como en el fetichismo de la mercancía, paradójicamente.
Esto no quiere decir, por supuesto, que el folclor haya dejado de jugar un papel importante en la vida de los latinoamericanos. Este se ha convertido en un ancla, una última trinchera en donde la identidad local se preserva frente a las agresivas aguas de la cultura masiva. Es esta cultura genérica (con banda sonora reggaetonera y tiñes melodramáticos) a la que denominamos kitsch.
Se le llama kitsch a un concepto estético trillado, recargado y aparatoso. Es un término familiar a “cursi” aunque lo define más la banalidad que el patetismo. El kitsch busca conmover y atrapar por medio del exceso sentimental, falsas apariencias, primitivismo y demás. Dicho fenómeno se encuentra en el cine, el teatro, la música, la política y las artes plásticas, en donde se originó la palabra. Esto sucedió a finales del siglo 19 en Múnich, cuando se empleaba para describir bocetos y pinturas de técnica precaria adquiridos generalmente por la nueva burguesía, caracterizada por un supuesto gusto ordinario.
El kitsch puede ser masivo o puede pertenecer a una subcultura. La segunda variante no es preocupante, se observa universalmente y por lo tanto no merece mayor atención. El problema surge al ver a las artes rendidas de rodillas a nivel popular ante el kitsch, evidenciado, por ejemplo, en la sofocante victoria del reggaetón frente al pop en América Latina; aquel un género musical tan nefasto por su contenido como inverosímil por su popularidad. Apoderado de las radios a nivel internacional, el reggaetón se caracteriza por su pobreza lírica, el uso pomposo de joyas y la celebración de lo banal. La vestimenta recargada, el despilfarro, el abuso del auto-tune y la objetificación de la mujer son algunos otros elementos principales de este género, que por otro lado ya es la exportación cultural latinoamericana más exitosa en la actualidad.
A nivel político vemos que el kitsch es un ingrediente intrínseco del panorama moderno en distintos países de la región. El patetismo de Hugo Chávez y su vocabulario patriótico, exagerado y teatral, es quizás el ejemplo más obvio de los últimos años. La repetición de palabras como “pueblo” y “patria”, la prostitución ideológica de personajes ilustres como Bolívar y los fascistas atuendos rojos, frecuentemente decorados con boinas militares, son el kitsch en su estado más puro. Por otro lado, tenemos a Evo Morales, un hombre cuyo mejor capital político ha sido su ascendencia indígena y hacer el lamentable papel del populista que se afinca en la política de identidad. Otro ejemplo es Peña Nieto en México, un engominado personaje que cautivó a los mexicanos de la misma manera que lo haría el buenmozo protagonista de una telenovela: con poco contenido y mucha apariencia. Los ejemplos del kitsch son vastos, el espacio para exponerlos, corto.
Estos dos ejemplos, el político y el musical, son una fiel representación de la mentalidad que se ha apoderado de incontables latinoamericanos. Una posible explicación para la presencia del kitsch en la cultura popular es la “alienación”, como le llamaba Marx. El individuo pierde sus inquietudes intelectuales y curiosidades metafísicas, silenciosamente embelesado con la ilusión de que necesita solo aquello que el mercado le brinda. Esto sucede no solo en el consumo de bienes, sino en el consumo de las artes y en la toma de decisiones electorales. Es decir: el hombre pierde su esencia, se convierte en un lienzo que la cultura masiva pinta sin que se le ofrezca ninguna resistencia. El único antídoto es la concientización del rumbo perdido y la certidumbre, en lo absoluto infundada, de que hay cosas mejores.