Con el transcurrir de los días las esperanzas de una rápida solución a la crisis venezolana se han ido desvaneciendo. En su lugar se instaló la desesperanza y el bloqueo, la idea de estar atrapados en un laberinto sin salida, que no permite avances en ninguna dirección. Es tal el empate de fuerzas entre el Gobierno de Nicolás Maduro y la oposición liderada por Juan Guaidó que entre las muchas preguntas recurrentes sobresalen tres: ¿Cómo terminará el conflicto político?, ¿Cuál es el límite de resistencia del régimen chavista?, y ¿A quién beneficia el paso del tiempo?
Desde la designación de Juan Guaidó como presidente interino el voluntarismo y el deseo tendieron a reemplazar a la razón en muchos análisis sobre la realidad venezolana. Parecía que el desenlace era inminente. Sin embargo los plazos fueron pasando y los hitos marcados como decisivos quedaron atrás sin resultados tangibles. Ni el 23 de febrero entró la ayuda humanitaria ni el 30 de abril los militares se decantaron por abandonar a un Gobierno que ya ni intenta enmascarar su deriva represiva y dictatorial.
Hace bien la oposición en reivindicar a Guaidó como presidente legítimo. Pero por más que se esfuerce, la sola reivindicación no basta para acabar con el ilegítimo Maduro. Con la actual correlación de fuerzas ni el apoyo de buena parte de la comunidad internacional ni el estar dentro de la legalidad fijada por la Constitución de 1999 son suficientes. De todos modos, estamos en una situación impensable hace un año atrás.
Han transcurrido seis meses desde el desembarco de Guaidó y su proyecto rupturista. Y pese al aumento de la represión y al cerco asfixiante sobre su círculo más estrecho de colaboradores, el joven político aún sigue libre. El Gobierno no se atreve con él. En otras condiciones Guaidó ya hubiera corrido la suerte de muchos opositores: estaría exiliado, habría aparecido su cadáver en alguna cuneta o estaría preso y torturado en las mazmorras del temido Sebin, que han adecentado ante la visita de Michelle Bachelet, la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Es evidente que pese a sus limitaciones el respaldo de la comunidad internacional es importante. Y debe seguir existiendo.
No solo eso. Guaidó ha sido capaz de unir a la fragmentada oposición e insuflar optimismo y esperanza a los venezolanos. Sin embargo la falta de resultados tangibles e inmediatos renueva las dudas y hace saltar las alarmas. ¿Fue un fracaso el 30 de abril? Sí y no. Sí porque dejó en evidencia que Guaidó no cuenta con el respaldo mayoritario de la Fuerza Armada y no porque sacó a la luz la debilidad y las miserias del régimen. Pero eso no basta para su caída.
¿A quién beneficia el paso del tiempo? En realidad ni a Maduro ni a Guaidó. Es cierto que en el corto y hasta en el medio plazo cada día que resiste Maduro parece fortalecerse, pero en el largo plazo la profundidad de la crisis humanitaria, social y económica es de tal magnitud que el desgaste es creciente. Si bien en Cuba el castrismo sobrevivió al Período Especial, en Venezuela la caída económica es de tal envergadura y la hiperinflación tan grave que en algún momento todo debería estallar, aunque siempre hay margen para ir a peor.
El problema es cuándo. Por ahora el Gobierno se maneja hábilmente para sobrevivir y evitar el temido estallido social. La repatriación de dinero por un sector de la población, las remesas que benefician a otra capa importante y el asistencialismo de los CLAP, que permite distribuir alimentos a los más desfavorecidos, han hecho el milagro. A esto se suma la represión, el control social y la válvula de escape de la migración que limitan las algaradas callejeras.
En este contexto y en los meses transcurridos desde enero han quedado claras dos cosas. La primera: no habrá una intervención militar extranjera. Pese a sus bravatas, Donald Trump no enviará bombarderos ni desplegará sus tropas sobre el terreno. No se trata solo de derrocar a Maduro, algo posible, sino de gestionar el día después. Y esto, como se vio en Libia, es muy costoso y complicado. La segunda: de momento no habrá una fractura militar. La unidad es su mejor garantía de supervivencia. Y si bien saben que sus días de gloria bajo el chavismo están contados, tampoco confían en que Guaidó pueda cumplir sus promesas.
Significa esto que se mantendrán inmóviles en su tácito apoyo al orden establecido. No sabemos. Aquí sirven las palabras de Chávez antes de ser encarcelado tras su fallido golpe de estado contra Carlos Andrés Pérez en 1992: “por ahora”. Ese por ahora significa que en cualquier momento puede llegar el vuelco, pero el cuando lo fijarán los militares. Podría ocurrir un avance en las negociaciones, bien en Noruega o bien otra cualquiera, pero esto no está ocurriendo. Ni el Gobierno quiere perder el control ni la oposición acepta cierta continuidad del Gobierno. ¿Se podrán acercar posiciones? Es factible pero no fácil.
En este contexto las posibilidades de una resolución de la crisis ante de fin de año y del inicio de una transición son cada vez más limitadas. Podría suceder que los militares dieran un paso al frente y promovieran una especie de solución cívica-militar, en realidad más militar que civil, para romper el impasse. En ese caso también podría ser que no fuera Guaidó quien liderara el proceso que permita convocar elecciones libres y competitivas. De cualquier modo, en el segundo semestre del año tendremos emociones fuertes, quizá muy fuertes, en Venezuela. Se aproximan curvas.