Dolor, sí mucho dolor, saber la tortura, verla, develar sus golpes, sus hematomas, el temblor permanente de su cuerpo, humedecernos en su sudor frío, en sus lágrimas que ya caen secas (no hay más, ni una más, su alma está vacía, seca), extraviarnos en su mirada que se pierde en el limbo, o mejor, en su mirada que desde la eternidad se ve a sí mismo destrozado, convertido en otro despojo humano de la crueldad chavista, otro más, lanzar las redes de nuestro pánico sobre su cardumen de agonías, escuchar el grito agobiado y escaso: ¡auxilio!, sentirlo en su voz diminuta, en su voz que en cualquier segundo se apaga para siempre, y su viuda, y sus huérfanos, y un poquito de Venezuela que muere –torturada– con él.
El gas
“Se quiere morir”, dijo ella, la misma que recibió su primer grito hace dieciséis años, “acabaron con su vida, no quiere vivir más”, repitió consternada, asfixiada, perdida parte de su vida con la de él, “sólo queríamos gas”, dilema de todos los días para una madre, para un padre, para un hijo venezolano, queremos gas y luz y agua y comida y medicinas y libertad y vida, “le dispararon en la cara, nos íbamos, ni siquiera protestábamos, nos íbamos, lo dejaron ciego, no podrá ver más”, salió a buscar gas, sólo gas, junto a su madre y la desatada maldad chavista, la verde oliva, los hijos malditos de Chávez, los de las balas y los tanques, los del otro gas, el gas que hace llorar, el que envenena y sofoca, el que desmaya, los que disparan a la cabeza, al rostro, le le liquidaron la mirada para siempre, lo dejaron ciego.
La ceguera
Lo dejaron ciego…, al niño venezolano, a su ingenuidad curiosa, a su anhelo de crecer, de estudiar, de trabajar, a su sueño de jugar a la pelota o el videojuego con amigos, ciego y sin rostro, como a ti, como a mí que no podemos ver su dolor, que no podemos sentirlo, sus cuencas inundadas de tristeza roja, ciego como a nuestros hijos, ciego como cada emigrante, ciego como cada venezolano, ciego como a Venezuela, ciego como el futuro, ciego como el pasado, ciego como el presente, ciego como la rabia y la agonía, ciego, negro, oscuro como el chavismo. Cuando no torturan o asesinan, disparan a nuestros niños, a los hijos de Venezuela, le disparan al futuro en la cara, lo destrozan, lo enceguecen, lo matan. Lo hacen adrede, desde el 4 de febrero de 1992, lo hacen adrede. El chavismo es la peste más dañina de la historia de Las Américas.
El diálogo
Y aun así hay quienes se van a República Dominicana, Noruega, Barbados o hasta la luna a dialogar con ellos, a darle la mano, a abrazarse y sonreír, a normalizar el horror, a profundizarlo, torturando a la opinión pública, encegueciendo nuestro destino, oscureciendo nuestro futuro, llevando a la eternidad la palabra auxilio, haciendo que nuestro cuerpo tiemble, sude frío, que nuestras lágrimas se sequen de pánico, que nuestra alma quede vacía, que nos veamos destrozados como nuestro ideal de libertad, viendo a la esperanza apagarse para siempre, viendo a esa bella palabra que es Venezuela morir –torturada– con nosotros. Y aun así hay quienes se van a República Dominicana, Noruega, Barbados o hasta la luna a dialogar con ellos.
La ira
Mientras escribo, abrumado por metáforas que caen –una tras otra– sin consuelo, que se lanzan sin reparo ni edición por el tobogán de mi alma que es toda ira, todo rencor, todo asco, me siento impostor porque narro, porque no sé qué hacer sino escribir mi vergüenza como venezolano, como ser humano, por intentar pescar palabras en el río revuelto del dolor humano que somos, por usar el lenguaje y no las puñaladas, mil puñaladas, contra los bárbaros que nos encarcelan, que nos torturan, que nos asesinan, que ciegan a nuestros tiernos niños, me siento impostor porque en vez de escupirle en la jeta a los verdugos chavistas sólo mando invectivas verbales contra ellos. Esto tiene que cesar. Dios, ¿por qué nos abandonaste?
El silencio
Y en mí, ebrio de tristeza, el silencio vence y se alarga…