Todo ese drama muestra a un poder envilecido en todos los niveles y en todas sus ramas. Es patética la deshumanización de la que hacen gala ante cada contingencia, y muy especialmente ante el caos reinante.
La camarilla roja no se inmuta por ese drama. A ellos solo les interesa el poder. Estando conscientes de que no pueden gobernar, no buscan responsablemente una alternativa que permita un relevo en la conducción de la vida nacional.
Con ocasión y sin ella, nos lo gritan a cada instante. “Ni por las buenas, ni por las malas dejaremos el poder.”
Por el contrario ante cada desafuero, ante cada crimen cometido, ante cada robo perpetrado, la preocupación es cómo ocultarlo, cómo disimularlo, como restarle protagonismo social y político.
Cada caso que la sociedad conoce es el testimonio, aguas abajo, de una descomposición generada por ese envilecimiento.
El drama del niño tachirense Rufo Chacón, no solo es la crueldad de unos funcionarios, amparados por el clima de impunidad creado, sino la forma en que se conducen los organismos de seguridad.
La destrucción de la visión de Rufo no solo es el crimen de quienes dispararon a mansalva contra su humanidad. Es el crimen de una casta política y militar que asumió la represión, la tortura y la muerte como forma de gobierno. Es la muestra de los efectos nocivos de la militarización de la vida social.
Los militares están formados para la guerra. La guerra es la confrontación donde la muerte es la protagonista. El chavismo encarna la militarización absoluta de nuestra sociedad.
El caso de Rufo lo muestra de forma cruda, dolorosa, triste y desconcertante. Un general comanda una policía, arrebatada al poder civil, violentando sin importarles, la constitución y la ley de la materia. Un general que vio en las humildes amas de casa, en sus esposos e hijos a un ejército enemigo. Y envió su tropa, cargada de la munición disponible: perdigones. La envío para aplastar la justa protesta de un barrio, carente desde hace tres meses de gas doméstico, combustible fundamental para preparar los alimentos de la familia.
El general no sabe de diálogo, ni de mecanismos de persuasión o negociación con los ciudadanos, mucho menos comprender aquellas mujeres angustiadas por el hambre de su familia. Claro, a ese general, como a todos los generales, no les falta el gas, ni la gasolina, ni los alimentos. Nada les falta. La República les pertenece.
Pero la falta de gas, que trajo consigo el vaciamiento de los ojos de Rufo, es el resultado del vaciamiento del alma de una camarilla. Es además el resultado de la destrucción de la economía, que otros generales han colaborado a demoler, hasta el punto, que la industria de los hidrocarburos ha terminado, también, en manos de un general. De modo, que detrás de toda esta tragedia está la mano de los generales de la revolución.
Pero donde más descarnado y deshumanizado es el desborde autoritario y militarista, es en el seno de la propia familia militar. Allí si es verdad que se ha envilecido la autoridad y el mando. En el mundo militar todos son sospechosos. Todos tienen encima un espía. Una sola conducta displicente, genera sospecha y retaliación.
Repetir con desgano la consigna impuesta por Maduro: “Leales siempre, traidores nunca”, es una nota incorporada al expediente de la sospecha. Cómo lo ha sido la no repetición de la consiga cubana, que Chávez obligó a gritar en los cuarteles: “Patria, socialismo o muerte.”
Tan internalizaron la consigna, que mostrarse crítico al socialismo del siglo XXI, es un camino seguro a la tortura y a la muerte. Fue lo que ocurrió con el asesinato perpetrado contra el marino Acosta Arévalo.
No faltan los cómplices de esa operación de militarización, cuyo rostro sangrante mana de los ojos de Rufo. Ahí entran jueces, fiscales y politiqueros que toman los medios, del aparato de propaganda oficial, para justificar estos crímenes.
Ese papel triste ha terminado por encabezarlo, el otrora, en sus tiempos de líder joven, defensor de los derechos humanos, el llamado poeta de la revolución, Tarek Williams Saab.
Su papel de celestino de las torturas y muertes, comandadas por los generales, pesarán en su conciencia para siempre. Fernando Albán, Oscar Pérez y Manuel Acosta Arévalo marcan de manera definitiva su conducta encubridora.
La imputación a los oficiales, presuntamente responsables directos del crimen contra la humanidad del marino, es más que evidencia de esa conducta, de ese envilecimiento al que llegan los seres humanos, deshumanizados y enceguecidos por el poder.
Homicidio preter intencional y con causal, los tipos penales con los que la fiscalía de Tarek ha imputado a los chivos expiatorios de esa política criminal, es la forma más rápida y sencilla, para sacar del apuro a un asesino, que ha actuado con premeditación y alevosía. Sin que dejemos pasar el hecho de no entrar a investigar y evaluar la conducta de los superiores.
El mismo papel cumplen personajes investidos con el pomposo título de constituyentes y legisladores, a los que he oído, en estos días de dolor, balbucear palabras, para tratar de esconder la responsabilidad de toda la cúpula política y militar ante este envilecimiento.
Las responsables penales llegan hasta los más altos niveles de la cadena de mando. Allí se están impartiendo las órdenes de la represión, la tortura y la muerte. La responsabilidad política es de toda la camarilla.
No nos llamemos a engaños, los responsables principales de esta tragedia son Maduro y Cabello, las dos cabezas de este régimen criminal.
Ellos deberán responder ante la justicia por esta orgía de sangre en que han convertido a nuestra Venezuela.