Una de las acusaciones predilectas del régimen para encarcelar y torturar, como lo ha hecho con la joven clarinetista Karen Palacios, es la de incitar al odio. A los torturadores de Venezuela les molesta demasiado que les odien. Si el odio es lo contrario al amor y al afecto, como se suele decir, entonces habría que pensar que ellos están convencidos de que las familias de quienes han sido asesinados, en marchas, en cárceles y con torturas, deberían amarles.
Sin duda, el odio es malo y su exaltación en muchos países constituye delito. El racismo, la homofobia, el odio religioso y tantas otras, manifestaciones de este sentimiento, han producido grandes calamidades a la humanidad. Debemos combatirlo sin duda, luchar contra él, pero que un régimen que no ha hecho otra cosa en los últimos 20 años que promover el odio -el odio sistemático y excesivo, fomentado con toda la fuerza del Estado, de sus recursos y medios, un odio que ha dejado demasiados muertos concretos y reales, con nombre y apellido- encarcele a sus víctimas porque le odian es grotesco. No sorprende, sin duda este cinismo, pero genera un ligero desafecto, por los los no nacidos bien, que lo exhiben.
Ciertamente, luchamos en contra de este sentimiento y debemos seguir haciéndolo, tenemos que estar muy atentos, porque lo peor que nos puede suceder en esta lucha es transformarnos en aquello que nos parece moral y políticamente injustificable. Este combate contra la aberración que padecemos, se produce también en el espíritu, para que no se envilezca al punto de parecerse demasiado a aquello que le parece vergonzoso y ruin. Pero, también hay que decirlo, aun en los espíritus venezolanos más templados en el equilibrio y la tolerancia, la contemplación de tanta maldad puede producir un fugaz destello de rabia que podría transformarse en algún mal pensamiento sobre alguna persona del régimen. Otra cosa es que uno lo descarte inmediatamente.
Hablando de descarte, el gran filósofo francés definía al odio como la conciencia de que algo estaba mal y de que había que alejarse. En este sentido filosófico, el odio al régimen que destruye y tortura a Venezuela sería algo no solo justo y necesario sino loable desde el punto de vista ético. Mucho antes de Descartes, Aristóteles había señalado que el odio podía considerarse como “una forma de ira no desahogada”. También esto se entiende en el caso venezolano. Una forma de desahogo que tienen los países democráticos es el voto, pero en las dictaduras, con las libertades conculcadas, el único desahogo que queda, el de la protesta, es duramente reprimido.
Como también hay psiquiatras involucrados en la tragedia, no debemos dejar fuera el punto de vista psicoanalítico. El odio, según Freud puede tener larga duración. El odio también puede transmitirse de una generación a otra. Así como se heredan bienes, también se heredan males. Vaya usted a saber por qué mecanismo vengativo del inconsciente, un hijo de padre torturado y asesinado, por poner un ejemplo al azar, se convierte en torturador y asesino del padre de otros niños.
En la teología cristiana en las que tiene a Dios como sinónimo de amor, no solo se condena al odio, sino que Jesús llega mucho más lejos, manda a amar al que te odia, al l que te hace mal. Se trata de un mandato que Él mismo puso en práctica al perdonar a aquellos que le habían crucificado: “Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt”, dijo desde la misma cruz.
No creo que podamos amar al que nos tortura, para ello hay que ser Dios. Lo que quizá podamos y debamos hacer algun día es promover una reconciliación que logre contener la justificada indignación para no devolver con odio tanto odio recibido.