A oscuras, de nuevo, quedó el país una tarde cualquiera de éstas de todos nuestros santos días en que lo anormal, no precisamente por ser maravilloso sino exactamente por ser desgraciado, se tornó, para muchos, lastimosamente previsible, y, para otros tantos, irremediablemente cotidiano. A oscuras de nuevo el país, sin aviso y sin protesto, con explicaciones rayanas en la ridiculez dadas desde el lado donde se supone debería privar la responsabilidad, cuando en realidad impera la desfachatez de la mentira escenificando su danza proterva de propaganda pensada en guión totalitario. A oscuras de nuevo el país, cual si la oscurana gigantesca de la Edad Media hubiese regresado para atornillarse en nuestro destino y así retrotraernos al pasado miserable donde los ojos terminan haciendo el papel de pordioseros que buscan con mansedumbre la limosna de la flama tenue de las velas para por los menos vislumbrar los objetos de la casa y evitar que de cada paso resulte en una herida producto del tropezar al andar a tientas.
A oscuras de nuevo el país, mientras la estulticia de pensamiento vocifera en torno a los supuestos logros de una revolución que, ni siquiera, puede llamarse de pacotilla, ya que toda revolución no alcanza a ser más que eso: ruinas, migajas, desechos de la historia. En el ínterin de la oscuridad, el temor de quien padece en un hospital y no quiere que se le acorte el tiempo corre paralelo a la angustia de quien lo atiende y extrae fuerzas desde la valentía y el sacrificio para impedir que aquél pierda lo más preciado por encima de todo. En el ínterin de la oscuridad, la maldición por lo debajito del que regresa a casa caminando extenuado porque se apagaron los medios de transporte y en la penumbra de las calles por donde transita enfrenta el riesgo de que la acechanza lo haga víctima y estadística ya hace mucho descontinuada. En el ínterin de la oscuridad, el pánico del solitario atrapado en un elevador detenido a la fuerza que sobresalta presagiando cualquier cosa, ninguna de ellas buena. En el ínterin de la oscuridad, el desespero de quien no puede saber la condición de los que ama porque el silencio es la única respuesta encontrada al extremo del hilo telefónico.
Lo más triste del caso es, quizás y con mucho, no lo narrado, sino la reacción del ánimo que se acostumbra a lo enano y por ende termina agradeciendo lo pequeño. La resignación con la cobija atravesada por jirones en que se ha convertido la existencia. Sales a la calle, hablas con los demás, y el sonido de las conversaciones cotidianas duele en el alma al ser reflejo claro de cómo la derrota y la costumbre de mirar hacia abajo para pasar desapercibido se han extendido sin escándalo ni aspavientos. Lo mítico-mágico erigido explicación y consuelo de la vida. La letanía del más allá en cada intercambio verbal, en cada mensaje de texto, en cada voice que se envía desde la distancia: “Dios quiera que llegue el agua a ver si cogemos algo para por lo menos cocinar, lavar los peroles y limpiar el baño”; “Ay, hijo, gracias a Dios que pudiste cargar el celular. Está pendiente y no dejes que se te descargué que yo me angustio”; “Vamos al cajero. Con el favor de todos los santos a lo mejor está funcionando y podemos sacar algo de efectivo”; “Ay, mana, nosotros somos benditos porque aquí dejan el agua media hora dos veces, una en la mañana y otra en la noche”… Y así, de agradecimiento en agradecimiento a la divinidad, nos olvidamos que tenemos pleno derecho a una vida digna y diluimos hasta hacer nada la identidad de los responsables de esta tragedia recurrente. No es inocencia. Es conformismo.
Por cierto, gracias a mi patrón San Patricio, unos vecinos me permiten conectarme a internet para, de tanto en tanto, enviar un correo. De lo contrario, usted no estaría leyendo este artículo…
@luisbutto3